Se quedó a ocho años de Marte donde quería ser enterrado. Le daba igual si en el gran lago de agua del polo sur, o en tierra roja cuando una de sus azules puestas de sol. Lo importante era que le acompañasen un libro de Verne y otro de Poe, y la vieja Remington de la Biblioteca Pública de Los Ángeles sobre cuyas teclas imaginó 'Fahrenheit 451'. Ayer hubiese cumplido cien años -la edad ideal para marcharse de siglo- detrás de un buen trago de ginebra irlandesa, y de la jovialidad de la mirada de quién amó completamente la vida. Un epitafio que no reza sobre su tumba entre la hierba del cementerio de Westwood. No es el lecho marciano que soñó en sus crónicas pero está rodeado de estrellas como Billy Wilder, Truman Capote, Marilyn Monroe, Janis Joplin y Frank Zappa. Menudas madrugadas del uno al dos de noviembre, sus conversaciones entre la memoria de cada uno y cócteles de luna. También tiene un asteroide, el 9766, que lleva su apellido Bradbury. Se lo merece este escritor que a los cuatro años merendaba voraz los bocadillos de los tebeos de Flash Gordon, intentando descifrar qué contaban aquellas palabras encima o a pie de los dibujos de Alex Raymond. Un comienzo igual al de muchos que en la infancia descubrimos el poder de imaginar historias que narrar en voz baja sobre un papel, a mano la caligrafía savaje hacia delante o cabalgando a tres dedos la dureza de las teclas de una Underwood o Hispano Olivetti en la que a veces un acento se quedaba engatillado en el aire. Nunca le importó ese tropiezo habitual al escritor que alquiló aquella Remington de la que nueve días, nueve dólares y ochenta centavos después, resultarían ciento sesenta páginas de una de las grandes novelas de la ciencia ficción.

Ningún otro futuro ha sido presagiado con tanta verosimilitud como hizo Ray Bradbury en esta historia escrita en 1953 sobre una sociedad donde la lectura ha sido suplantada por la televisión, erigida como el medio popular de entretenimiento y en la que las personas deben parecer felices y nadie se cuestiona las cosas. En parte porque la educación está orientada a que los estudiantes no pregunten ni debatan, y sus actividades sean deportes y ver películas; por la abolición de la memoria y de la historia y por tanto de la cultura -demoledor cuando en un diálogo entre el personaje de Clarisse McClellan y el bombero Montag ella le dice: «¿Ha estado en los museos? Todo es abstracto. Es lo único que hay ahora. Mi tío dice que mucho tiempo atrás los cuadros algunas veces decían algo o incluso representaban personas»- . Tampoco se libran los medios de comunicación que dan información que no se piensa, y sólo se repite. El orden, el adoctrinamiento, la vigilancia de un mundo nuevo basado en el lema oficial del protagonista: «el lunes quema a Millay, el miércoles a Whitman, el viernes a Faulkner, conviértelos en ceniza y, luego, quema las cenizas». De ese inquietante futuro -fruto de su manera de combinar la ciencia ficción como arte de lo posible y la fantasía como el arte de lo imposible,- hemos superado bastante sus advertencias, y de su certeza quedamos la madurez en la resistencia de quiénes fuimos jóvenes enrolados, cuando su lectura, en la hermandad clandestina que memoriza los libros en el bosque a salvo de las hogueras de la intolerancia. Un intento por mantener viva la llama de la literatura, a pesar de que la estupenda adaptación cinematográfica de François Truffaut en 1966 le diese también el doble final de la desesperanza que los convertía en zombis de la lectura condenados a la extinción.

No obstante 'Fahrenheit 451' es una bella historia de amor por los libros iniciada en la infancia y prolongada por el joven que repartía periódicos y escribía relatos en las salas de las bibliotecas de barrio, que no cobró hasta 1941. La convicción necesaria en sí mismo - imprescindible para la vocación rebelde de dedicarse a la literatura cuando la sociedad no la considera un oficio de provecho- y para invitar a café a la chica de la que se enamoró en una librería. No le digas a tu padre que tu novio es escritor, aunque sus relatos sean predicciones con futuro. Bradbury celebró siempre que Margarite McClure no siguiese el consejo y que dejase atrás su dinero para vivir ambos del amor, de los libros y de su escritura. Ninguno pensaba en aquellos comienzos estrechos, donde en algo más de un lustro dio a la luz sus mejores libros, que sesenta y cuatro años más tarde habría vendido más de ocho millones de ejemplares de sus obras, traducidas a 36 idiomas. Tampoco que Borges -felicidades maestro hoy en su ciento veintiún cumpleaños- en el prólogo de 1955 de 'Crónicas marcianas' rescatase a Luciano de Samosata y a Ludovico Ariosto elogiando la fantasía sobre la conquista de otro planeta del hombre de Illinois que lo llenó de terror y de soledad.

Una parecida fascinación sentí en mi adolescencia cuando terminé en la Biblioteca del Paseo de la Bomba de mi ciudad la lectura de 'La mañana verde', 'Vendrán lluvias suaves' y 'Encuentro nocturno' entre los cuentos de los que mejor recuerdo guardo, por su manera de explorar la angustia metafísica, lo fantasmal, la lucha del hombre entre la búsqueda de la belleza y la defensa de su humanidad y su tendencia a destruirlas. Quizá la maldición que nos persigue explorada por Bradbury, adentrándose en las sombras de una posible realidad virtual con atmósferas inquietantes, lúcidas reflexiones -siempre se consideró un escritor de ideas-, sobre el racismo, la censura, la deshumanización provocada por los avances científicos, y una prosa de llamativas metáforas y un lirismo épico. Aldous Huxley lo definió como un poeta que escribía cuentos, entre los que confieso mi pasión por 'El hombre ilustrado' y su protagonista con el cuerpo cubierto de tatuajes que desarrollan su propia historia: «El hombre ilustrado se movía en sueños, y con cada movimiento una escena nueva comenzaba a animarse. Uno creía oír las voces y los murmullos apagados de las multitudes que habitaban su cuerpo». Su talento lo demostró igualmente en sus libros 'Las doradas manzanas del sol' y 'El árbol de las brujas'. Ninguno hace desmerecer sus novelas, entre las que también conservo el buen sabor de 'El vino del estío' donde un verano le descubre a su personaje la posibilidad de vivir lo cotidiano como si se tratara de lo fantástico, mezclando realidad con ciencia ficción.

Ha desaparecido la revista Playboy en la que escribía, y yo soñaba deseos desnudos. Los libros no hace falta que se quemen porque la gente ha decidido voluntariamente dejar de leerlos. Pensar exige demasiado tiempo cuando es más fácil acceder al conocimiento gracias a las respuestas que nos manan a la pantalla del móvil. Y si un día colonizamos otro planeta dejaremos patente, nunca lo dudó él, que somos creadores de arte y también criminales. No sería extraño que a Bradbury sólo lo leyesen quiénes le mandaban cartas a su casa amarilla -a diario trecientas con remites diversos- y quiénes hoy se sienten aquí como si ya estuviesen en Marte. Pero es su centenario, y la editorial Nórdica acaba de poner a la venta una edición del relato 'El sonido del trueno', publicado en 1952, con ilustraciones de Elena Ferrándiz, y que dio lugar a la teoría del efecto mariposa, adelantándose a Edward Lorenz que acuñó el término más de diez años después. Todos sus títulos siguen en Minotauro, y se puede conocer más a fondo la versatilidad de su escritura en la versión de Moby Dick de John Huston acerca de la que ideó 'Sombras verdes, ballena blanca', donde realiza un aguafuerte del alma irlandesa, y cuenta su pulso con el corajudo director para adaptar la obra de Melville. Dejo para los más curiosos su pequeño ensayo 'Zen en el arte de escribir' donde aconseja que se escriba sobre lo que se ama, se odia y se teme, pero matando los odios y los miedos a través de la escritura, y la obligación de sorprenderse primero a sí mismo.

Bradbury y Philip K. Dick fueron, junto con su maestro H. G. Wells, mis autores de un género que durante mi infancia me abrieron la mirada acerca de los mundos que existían paralelos al mío, o allá donde cada noche enlazaba estrellas para descubrir en su mapa un lenguaje secreto, el camino oculto hacia un horizonte del que mi abuelo contaba que provenía nuestra magia, nuestra penumbra, nuestro vacío y la necesidad de que nuestro destino nos devolviese a su origen. También lo recuerdo a él leyendo sus libros, y con su mirada de quién todo lo ha batallado y soñado nombrarme caballero, arrodillado frente a él, sintiendo tres veces a un lado y a otro de mis hombros su bastón como espada de honor. Más tarde supe que en el caso del niño Ray fue Mr. Eléctrico quién desde la tarima de su espectáculo de circo ambulante con parada en su Waukegan natal le tocó la frente con otra tizona electrificada, haciendo saltar chispas, erizándole el pelo, y gritándole: «¡Vive para siempre!».

Quizá este John Ford de la ciencia ficción, como siempre lo he considerado, lo siga haciendo en Alpha Centauro, la tercera estrella más brillante del cielo nocturno, ubicada muy cerca de la Cruz del Sur. La brújula rubí que marca el horizonte de la imaginación.