Primero dijeron los gobiernos que no eran necesarias, que bastaba con mantener la distancia de seguridad, pero se descubrió que se trataba sólo de un pretexto para ocultar el hecho de que no las había en cantidad suficiente para cubrir las necesidades no ya de la población en general, sino incluso de cuantos trabajaban en primer línea durante la la pandemia.

También se dijo en algún momento que las mascarillas proporcionaban una falsa y peligrosa sensación de seguridad. Finalmente, sin embargo, se impuso y generalizó su uso. Recurriendo a importaciones sobre todo de China, pero también a la fabricación artesanal casera, pudo resolverse más o menos el problema inicial sin que haya acabado, no obstante, el debate público sobre su oportunidad y modo de empleo.

Así, en algunos países como Alemania, donde ha empezado el curso escolar, las autoridades no terminan de ponerse de acuerdo. Depende siempre de lo que decida cada land (Estado federado) de modo que en algunas escuelas, los alumnos deben mantenerlas todo el tempo en clase; en otras, pueden quitárselas durante las horas lectivas pero han de llevarlas puestas en el patio de recreo.

Hay quienes señalan la aparente contradicción que supone dejar de usarlas en lugares cerrados como son las aulas y obligar, sin embargo, a ponérselas en un patio al aire libre, pero se les responde que durante el recreo coinciden en el mismo lugar alumnos de distintos grupos, lo que aumenta el riesgo de contagio.

En nuestro país se nos obliga desde hace ya tiempo a los ciudadanos a ir siempre embozados por la calle; en otros como Alemania, sólo es necesario ponérselas en los transportes públicos o si se entra a comprar en una tienda, pero no en la vía pública. Habría que preguntarse cómo es que, con lo estricto de las medidas adoptadas, estamos en España en peor situación epidemiológica que en otras partes donde ésas son más laxas.

Virólogos, epidemiólogos y demás expertos que asesoran a los gobiernos continúan debatiendo en público sobre la necesidad de las mascarillas frente a un virus tan insidioso como está resultando ser la Covid-19. Y están, por otro lado, quienes ven en todo lo que ocurre una oscura conspiración urdida por los gobiernos para restringir nuestras libertades, poniéndonos lo que llaman «un bozal», o incluso para controlar nuestras mentes.

Las mascarillas están así en el centro del debate político: medidas tan rigurosas como las adoptadas en España se consideran en otras partes desproporcionadas o incompatibles con los derechos y libertades, pero sus defensores señalan que la libertad individual no puede ser nunca absoluta y tiene que ser a su vez compatible con la responsabilidad hacia los demás.

En las sociedades más polarizadas como es actualmente la norteamericana, la mascarilla ha adquirido un carácter casi simbólico: rechazar su uso, siguiendo en ello al presidente Donald Trump, es como defender el sacrosanto derecho a portar armas.

Y hay incluso quienes argumentan que la obligatoriedad de la mascarilla puede colisionar en cierto modo con la prohibición existente en algunos países de participar enmascarado en una manifestación o se preguntan, entre otras cosas, qué ocurrirá en el futuro con las discusiones en torno al velo islámico. Hay, pues, debate para rato.