Sigan, sigan preguntándose por qué siendo España el país con medidas más estrictas y mayores restricciones es el que peores datos presenta de la pandemia en Europa. La respuesta frecuente suele circunscribirse a nuestros hábitos afectivos familiares. Pero Italia también los tiene, incluso más y mantiene un control sobre el virus. No; aquí hay que resumirlo, en la indisciplina particular y colectiva que se esconde bajo la simple ilusión de mantenerse protegidos cuando es todo lo contrario, y en la contagiosa banalidad exhibicionista que impera en cualquier ámbito de la vida.

Somos un país con dificultades para abrazar reglas éticas y del propio sentido común que otros se imponen, resultando menos restrictivas pero más eficaces. Sánchez, ante la mayor crisis sanitaria y económica, se lava las manos y descarga la responsabilidad en las autonomías para no disgustar al PNV y los independentistas catalanes, que quiere mantener a su lado para aprobar los presupuestos generales. En este caso consiste, como se decía antes, en desvestir un santo para vestir otro.

Y, también, en no salir chamuscado nuevamente de la gestión de la pandemia como ya sucedió en la fase más aguda de la primavera. Hay quienes otorgan al presidente el dudoso mérito de la pillería del gobernante que, contradiciendo cualquier principio moral, supera los escollos que surgen a su paso y se mantiene contra viento y marea en las circunstancias más complicadas.

Pero no deja de ser una mirada miope sobre la astucia, que juega un papel decisivo y benefactor en la política cuando está al servicio de los intereses generales, no de los particulares o partidistas como suele ocurrir con Sánchez. En la actual situación y tras haber llegado hasta aquí con los datos de contagio que arroja la desescalada emprendida en mayo, los peores de la Unión Europea, es deplorable atecharse pidiendo a los presidentes autonómicos que instrumenten ellos mismos estados de alarma en cada comunidad, según lo consideren oportuno, para favorecer sus propios planes.