Rezo todos los días por la salud de los míos, por tener para pagar y para que el coche me regale diez mil kilómetros más. Que pase la tarjeta sin sobresaltos, aprovechar para hacer dieta gracias a que caro se ha puesto todo, fíjate. Dormir la noche entera al menos una vez a la semana y más si fuera fiesta de guardar. Respirar sin boquear como un pez sin agua y que me aparten un ratito la piedra que me aprisiona el pecho. Que me dejen de dar tanta pena los ajenos, y empezar a mirarme la viga en este ojo que no deja de lagrimear. De llamar y llamar para que una locución me diga que deje de llamar tanto, que así no hay forma de teletrabajar, de ver la pantalla que no reconoce mi firma digital, tal y como lo oyes. No dejar ni la necesidad ni la virtud, echando a andar cuanto se pueda, que es la primera fase antes de echar a correr calle abajo. «Calle, caballero: ya está bien de lamentarse. Tome esta notificación de Hacienda y que Dios le ampare. Hablar con mi madre como si pelara la pava en el siglo XIX: a través de la celosía, acodada en la ventana, compartiendo más temores que certezas. Compartir alguna cerveza con los amigos y acabar hablando del tiempo, agriado el ambiente con tanta cizaña sembrada y razones a pedradas. Vuelta y cole, con el al» y el del que ya se irá colocando tarde y mal, con los libros ya comprados, en el abismo de a ver si se van a estrenar. Me gustaría ir, papá. Por lo menos para despedirme. Y tanto que sí. De aquí en adelante, ojalá volver atrás. Ojalá nos dejaran volver al principio del dosmilveinte para despedirnos mucho de tantas y tantas cosas, antes de que nos echasen el cerrojo de la nueva normalidad.