Lo conocí en El Águila negra. A esa hora en la que el alcohol de humo blanco lo trasnocha todo. Era introspectivo, desarraigado, autodidacta del periodismo, de la literatura, de la vida, siempre por libre. Igual que el jazz de aquel tugurio extraviado donde una trompeta sonaba melancólicamente negra y rebelde de notas. Me dijo que lo más importante era saborear la insignificancia del instante. Y también que la búsqueda era su vocación. Me lo repitió como si quisiese que yo lo apuntase en mi memoria, aquel hombre delgado, de escepticismo azul su mirada en la madurez difícil y que dijo llamarse Harry Haller. Antes de la tarde siguiente supe que su verdadero nombre era Herman Hesse. Entendí entonces la identidad de su juego, y durante un tiempo, como otros jóvenes de las mismas lecturas hambrientas de entonces, fui uno de sus lobos esteparios. Un hombre aprendiendo a ser un puente estrecho entre la naturaleza y el espíritu, decidido a extraer de cada paso de la vida un poema, y la manera de encontrar posibles salidas a los problemas que plantea la condición humana. A esa edad en conflicto con toda realidad impuesta, de rechazo hacia la acomodaticia obediencia burguesa a cambio de estabilidad, lo que valía la pena era ser un disidente, emprender el destino hacia los sueños. Sin miedo, más bien lo contrario, al vacío, a lo oscuro, a cruzar cualquier frontera, y en ese viaje en búsqueda de uno mismo la lectura de los libros de Herman Hesse representaba una brújula interior.

'Bajo las ruedas' (1906), 'Demian' (1919), 'Siddharta' (1922) fueron algo parecido a los pasaportes de los jóvenes rebeldes de los años sesenta y setenta, hilvanados entre la fuerza existencialista y el último romanticismo. Nunca después ha tenido la primavera de la juventud tan atractiva imaginación en combate, con sus consignas utópicas que enseguida fueron traicionadas. Ni tampoco una revolución como la que supuso el movimiento hippie, brotado de la canción 'San Francisco' (Si vienes a San Francisco, ponte flores en tu cabello), a favor de la defensa de los derechos civiles y el rechazo a la desgarradora guerra de Vietnam. El pacifismo de Hesse, cicatriz de su propia experiencia como auto exiliado en Suiza al ser acusado de antipatriota en Alemania y descalificado como el sujeto que hacía música de arpa y silbidos de paz, ganó el corazón de aquellas generaciones cuyas patrias eran las indagaciones sobre nuestros demonios abisales gracias a Dostoievski; el nomadismo de la Generación Beat con el aullido de la poesía como acto de resistencia de Allen Ginsberg, y los mantras de las baladas de Bob Dylan; el feminismo y, al igual que Harry Haller, aprender de las mujeres de la mujer- Armanda y María- la independencia, la libertad, el baile del erotismo, la felicidad del momento.

A finales de los setenta, Charles Mason asesinó a Sharon Tate y Fidel Castro apresó a los intelectuales cubanos críticos al régimen, además de crear campos de concentración para homosexuales. En 1977 la banda de punk The Clash firmó un contrato millonario con CBS. La suma de lo adversario significó el final de las revoluciones, y el movimiento hippie se despetaló. La ola rota no pudo evitar llevarse el aura del escritor de cabecera de aquellos años de la contracultura. A pesar de su Premio Nobel (1946) el establishment lo etiquetó de autor de juventud y sus libros los pusieron de perfil en el fondo de las librerías, incluso en las de Tubingia y Basilea donde se soñó afortunado, aunque a su lado también estaban sus amigos Thoman Mann y Berthold Brecht. No así en España donde la editorial Alianza y su traductora Genoveva Dieterich lo colocaron en nuestras mesillas de noche junto a 'El arte de amar' de Eric Fromm. Sus libros me instruyeron en que la verdad no es algo oculto, y que el esfuerzo, junto a la determinación, la ilusión y el deseo, es clave para conseguir lo que queremos. También a no perder la mirada escrutadora del niño que no deja de sorprenderse frente a la belleza del mundo y sus espontáneos relámpagos a través de cosas, de personas, de colores, de sonidos, de momentos efímeros y anónimos. Conservo en mi memoria su rechazo a las armas y a que la sinrazón y el odio se apoderen del mundo que habitamos, presente en 'El juego de los abalorios'. Y muy cerca del ajedrez existencialista de Harry Haller su maravilloso libro de cuentos 'Pequeño mundo' protagonizados por un tímido vendedor de lencería, un aprendiz de notario con vocación de peluquero, un malcriado ladronzuelo y por un joven crítico de arte que se extravía por un tiempo en su camino, entre otros personajes y su relación con la apuesta, la búsqueda y la pérdida de la vocación.

Herman Hesse ocupa un lugar indiscutible entre los clásicos, por una literatura que mantiene su vigencia, sobre los conflictos del individuo para construir y preservar su identidad, sin sucumbir al dogmatismo religioso o político. Sus libros tienen una tirada de más 125 millones de ejemplares en todo el mundo y se han traducido a 60 idiomas, pero su didáctica filosófica no la trazan a mano con lápiz de punta roja quienes se mueven hoy a los veinte. Igual de desorientados que todos los anteriores lo estuvimos, ni entre ellos sus novias ni sus novios se regalan ninguno de sus títulos con una contraseña cómplice como dedicatoria, y en mi caso la V de una firma con el punto seguido de una promesa al final de la lectura. No sólo desconocen sus reflexiones acerca de la definición del propio yo frente a los otros, y de la indivisibilidad de los dos mundos que conforman nuestro ser: el luminoso y el oscuro. Pocos son los que se acercan de su mano a otros escritores con brillante literatura e ideas en común como Robert Musil ('Las desventuras del estudiante Torless', 'El hombre sin atributos'); Heinrich Boll ('Confesiones de un payaso'); Thomas Berndhart ('Construcción') o Max Frisch con sus estupendos 'Homo faber' y 'No soy Stiller'. Agreste queda el sendero de otros narradores que compartieron con él su diálogo entre Oriente y Occidente, la exploración de la identidad, del miedo, de la soledad y el renacimiento desde las sombras, como Mircea Eliade -se mantiene la atmósfera de su novela 'Medianoche en Serampor' y de su ensayo 'Mitos, sueños y misterios', y Carlos Castaneda con 'Las enseñanzas de Don Juan'. Lecturas que conformaron un itinerario imprescindible para la conciencia de lo imaginario, donde se almacenan las imágenes que utiliza el hombre y que son el pozo del cual se nutre el pensamiento humano para discernir lo real de lo irreal, y preservar la eternidad del individuo que no puede ser borrado por una bala de fusil. «Si así fuese -dice en 'Demian'- no tendría sentido contar historias, nuestras historias, las de personas particulares y singulares que luchan por llegar a ser quienes son».

¿Qué queda de toda esta literatura que fue Europa y de la juventud que soñó con libertades y progresos? Sospecho que ni siquiera son voces apergaminadas en amarillentas rutinas académicas en las facultades; que en los institutos son páginas escindidas de los planes de estudio. Lo mismo que permanece como polvo de luciérnagas disecadas en los estantes de las librerías de segunda mano. Sus huellas son viejas condecoraciones en las bibliotecas de quienes nos alumbramos con la luz de sus faros, también con algunos de sus cantos de sirena. De sus enseñanzas y calidad de escritura poco rastro se halla en tanta literatura actual de consumo bajo en neuronas, de experiencias del autorretrato exprés y sentencias que siguen varadas en el influjo de 'Sensación de vivir'. Lo habitual no es orientarse en el mundo con otra brújula que no sea el móvil y sus redes. Lo raro sería que se militase en la literatura indiscutible, alrededor de la trilogía que inicié con el realismo sucio y la carnalidad de Bukowski, seguida por la ciencia ficción y la visionaria denuncia social de Bradbury, y que completo hoy con la filosofía y espiritualidad de Herman Hesse. Tres autores para tres géneros, unidos por la poética de su lenguaje y su pasión por hacer de los libros y de la escritura una catarsis de su propia existencia.

A Hesse le debo su enseñanza acerca de que la vida de cada uno de nosotros es el intento de un camino, el esbozo de un sendero, hacia uno mismo; y el yo múltiple que fui explorando y aceptando desde aquella noche en la que entré en El Águila negra y Harry Haller me explicó que todo hombre alcanza indefectiblemente aquello que va buscando con verdadero ahínco, y que la felicidad es un cómo, no un qué. Es un talento, no un objeto. Ahora que ha cumplido cien años he vuelto a leer la historia de los últimos meses de un pintor expresionista, bebedor y mujeriego, retirado en un remoto pueblo suizo en el que, sumido en el cromatismo de la luz meridional, la sencillez de lo cotidiano y la comunión con la naturaleza, se va despidiendo de la vida en 'El último verano de Klingsor'. Un hermoso libro para reflexionar acerca del tiempo y el sentido de las cosas, idóneo para entrar en septiembre, recordando al aprendiz de relojero que siempre quiso vivir como un pájaro peregrino.

Se escribe para participar en el latido de la vida, no para observarla desde lejos. En ello sigo, siempre por libre, querido H. H. Y sin olvidar que cada experiencia tiene su magia.