Vuelven los fascículos. Mariposas, coches de época, cursos de inglés, botánica a tu alcance, escudos de España, dinosaurios, mitología para niños, grandes clásicos literarios. Nos desengancharemos de cualquier colección en octubre o tal vez en Navidad. Como mucho, en enero, que estaremos tiesos y en plena cuesta y no habrá parné para coleccionables.

Los fascículos ponen a prueba nuestra tenacidad y paciencia, nuestra afición a algo concreto. La vida en cómodas entregas. Malos tiempos para eso. No hay quioscos, no hay paciencia, no hay hábito de comprar cada semana algo. Nos gustan más los atracones. La series de golpe. Mire en la estantería que tiene detrás, en el cajón o en un viejo armario: verá fascículos arrumbados de Dios sabe cuando. En los rastros, en El Rastro, se venden muchos y si uno está ojo avizor y curiosea con tino por entre los puestos puede llevarse a casa un curso de esperanto editado en 1956, una colección de postales del Norte de España publicada en 1982 o las aventuras en tres entregas de un corsario napolitano. O sea, cosas inservibles o que solo le interesan a uno pero que no obstante nos empeñaremos en enseñar a las visitas, visitas que lo único que quieren es tomar una cerveza y que no les enseñes nada, si acaso el jamón y las aceitunas o una nalga.

Tampoco está mal coleccionar experiencias. Ahora todo se llama experiencia. La experiencia de almorzar un arroz con conejo, la experiencia de ir a la playa, la experiencia de conducir, la experiencia de charlar con los amigos. O sea, lo que toda la vida ha sido hacer cosas, es decir, vivir. La experiencia de escribir un artículo es también interesante si no es a diario, en cuyo caso ya es un hábito o una costumbre o un deber. Lo que no hay es que deber una pasta gansa al quiosquero por ir de higos a chumbos a pagar. El que paga descansa, si bien es una frase seguramente inventada por un acreedor. Ya les digo yo por experiencia (¡ya estamos!) que no pagar según a quién qué cosas también te deja descansado. No hay que tener mucha prisa por pagarle nada al banco. Nos atienden mal. O pasan de nosotros. Están tan digitalizados que el otro día entré a una sucursal y me dio los buenos días la lámpara. Me dio cosa no contestarle, pero es que no me veo yo hablando con una lámpara por mucha luz que pueda arrojar a la conversación. Lo coleccionaré entre mis recuerdos. Pero seguro que pronto hay otra entrega.