El verano de este año sin hojas en el calendario lleno de días negros y pocos en rojo, ha traído más bochorno que asueto. La estación estival apenas se ha diferenciado del resto por las mismas sensaciones y mismos hábitos de vida impuestos.

Verano sin su serpiente que entretenga, monótono y vigilante embargado por las imposiciones del virus y por la incomodidad de las alertas ante cómo debemos comportarnos y deben hacerlo los demás.

Verano que nos ha convertido en una mezcla de salvapatrías y vieja del visillo, creyendo que hacemos las cosas bien y criticando a los que no "mira ese con la mascarilla por debajo de la nariz" "ese grupo no guarda las distancias que hay que mantener en la orilla" "el de al lado casi me pone la toalla encima, ¿dónde ha estudiado matemáticas? porque los dos metros de distancias no los cumple"

Se ha echado un poco en falta un poco de la solidaridad desbordante que se mostraba cada tarde en los balcones con cada aplauso que homenajeaban a los que estaban en primera fila combatiendo la pandemia. Esos mismos que hemos diluido de nuestros pensamientos cuando sacamos el gen más egoísta ocupando el mejor sitio en la playa, divirtiéndonos sólo pensando en uno mismo o hacer análisis sin autocrítica como si no formáramos parte de esta situación y se estuviera al margen de todo.

Solidaridad sin autocrítica, siempre exacerbada y nada objetiva por quienes se creen impolutos en el comportamiento y criminalizan a los que no lo son considerándolos un mal común señalando a sectores profesionales, grupos de edad u otros parámetros. Como por ejemplo ha ocurrido con nuestros jóvenes.

Todos hemos sido jóvenes, y todos conocemos a los jóvenes que tenemos alrededor. Todos sabemos, a esas edades, qué quieren y cómo lo quieren. Todos hemos hecho, en menor o mayor medida, lo que la edad y sus límites nos han permitido. Pero, como en todo, ni los buenos son tan buenos, ni los malos tan malos. No es justo criminalizarlos por el hecho de que se quieren divertir creyendo que no respetan, cuando tenemos la obligación de guiarlos en todo momento.

Este pensamiento lo refuerzo aún más cuando a mediados de agosto me encuentro sentado en el banco de las reflexiones, ese que te toca cuando asistes al cementerio para darle el último adiós a algún familiar, amigo o conocido. Esta vez le tocó a un joven de apenas veinte años, deportista, buen niño€ niño porque desde pequeño, compañero de uno de tus sobrinos, lo has visto como ha ido creciendo a lo largo de todos los cursos. Porque a los niños del cole se les mide por sus cursos, y a los niños del colegio nunca acabas de verlos como adultos porque los consideras como algo tuyo, como a tus hijos a los que nunca asumes que han crecido porque te resignas a pelear contra la crueldad del tiempo.

Ramiro se fue haciendo lo que más le gustaba, practicando su deporte favorito, nadando. Un día cualquiera, porque para irse con esa edad el día no es fatídico, fatídico es el destino.

Ramiro representa a esa juventud que pocas veces ponemos en valor eclipsándola con la crítica a esa otra juventud que no hace las cosas bien y no son el verdadero reflejo de nuestro jóvenes. Comprometido, disciplinado en sus obligaciones y aficiones, y buen hijo. Lo que viene a ser un chico normal, actual. Prueba de ello es la elegancia con la que sus amigos y compañeros lo despidieron. Entre compañeros del colegio de La Asunción y los de natación del Club Mediterráneo su último adiós se vio envuelto en un ejemplar silencio, más propio de la madurez que de la juventud. Precedido por una emotiva homilía, de las que no estamos acostumbrados en estos casos, el respeto que todos sus amigos mostraron provocó que Ramiro cambiara el agua de las piscinas por el del eterno recuerdo de todos los que lo quieren surcado por el aleteo de su estilo favorito, "mariposa"

Jóvenes que antes y durante habían hecho también lo propio con su madre. Si algo impacta y te aboca al análisis sin respuesta es el dolor de una madre ante una pérdida de tal magnitud. Y aunque parezca contradictorio por encontrarse entre la muerte y la vida en muerte, ningún ser dignifica tanto la vida como el dolor de una madre ante la pérdida de un hijo. Y ante esto, ¿cómo afronta un joven, de apenas veinte años, la perdida repentina e injusta de un amigo? Como lo hicieron sus amigos, nuestros jóvenes, con respeto.

Y cuando vuelves al patíbulo de la conciencia buscando una respuesta ante esta sinrazón te recluyes en letras como la de Ismael Serrano "no sé nada o casi nada de la vida, apenas se escribir algún soneto, no sé dónde van a para los deseos que no alcanzan a la estrella abatida, de esta vida, ya ves, no se casi nada€" A TI, RAMIRO.