Irlanda pudo ser su nombre femenino de cabello rojo. Indomable como el ángel blanco de su velo en 'Qué verde era mi valle'. Rebelde igual que un relámpago de viento en 'El hombre tranquilo'. Dos películas excepcionales de Ford, de Wayne y de ella. Épicas en la humanidad de sus historias, en la naturaleza y la cultura de una tierra de la que fue una mujer de carne y cine. Su centenario -a cinco años se quedó de alcanzarlo entre un rosario, unos tragos y una cabezada definitiva escuchando la banda sonora de Víctor Young de su película favorita- se cumple en este 2020 que tiene mucho del western del que fue una esposa con coraje y poco dispuesta a dejar que un hombre dirigiese su vida. Ese carácter que siempre forjó sus personajes, formaba parte de su belleza, magnética en sus ojos de furia libre y de ternura para el que se la ganase, expresión también del paraíso perdido de Innisfree. La aldea sentimental a la que se regresa cruzando un puente de piedra, y acompañado por uno de los mejores duendes que ha dado Hollywood: Michaleen Flynn -extraordinario Barry Fitzgerald-. Siempre fue un orfebre de secundarios John Ford y a su ojo de pirata negro le debe el cine fantásticos personajes tallados por Víctor McLaghen, John Carradine, Ward Bond, el carismático Lee Marvin, réplicas de brillante protagonismo compartido con sus heroicos Henry Fonda, James Stewart, Richard Widmark y su preferido John Wayne con sus andares ladeados y la cadencia de quién lo ha hecho demasiadas veces solitario, errabundo quizás, como si en todo momento estuviese apreciando la tierra que pisa.

Un hombre de un metro noventa y tres, rostro inexpresivo y cowboy con cicatrices de las que se desconocen las heridas, necesitaba en sus narraciones cinematográficas que no sólo su antagonista le mantuviese el pulso. Y Ford le encontró a su perfecto oponente en un tipo igual de duro y cómplice que respondía a los nombres de Kathleen Yorke, Martha McCandles, Katherine Mclintock y sobre todo al de Mary Kate Danaher. Inmortales ambos en 'El hombre tranquilo' - inolvidable obra maestra- en la pasión de su beso ondeante a contraviento y orgullosa la bofetada, en la puerta de la casa del boxeador pródigo. Fue su envés el que abrigan de amor bajo la tormenta en una capilla. Azul feroz el primero, verde celta el segundo, irlandeses los cuatro. Nunca en otro papel fue tan ella temperamental y libre, inteligente y romántica, Maureen O'Hara. Una actriz hecha de sí misma y que no necesitaba ser estrella. De hecho Hollywood se la negó porque su personalidad a todas las manipulaciones de la virilidad y la misoginia de los estudios le venía incómoda y grande. Pelirroja brilla sin embargo en el cielo sobre los desiertos de Río Grande; en los crepúsculos cobrizos y carbón de uno de los valles mineros de Gales donde fue Angharad, la muy amada, Morgan; en la torre norte de Notre Dame en la que Charles Laughton, espléndido Quasimodo, la convirtió en la zíngara esmeralda como sus ojos. No sólo la descubrió para la pantalla de aquel 1939 sino que la impuso como pareja a Jean Renoir para que fuese Louise Martin en otra magistral película como 'Esta es mi tierra'. Memorable por el discurso a los escolares sobre la Declaración de los Derechos del Hombre, interrumpido por los nazis y que ella continúa cómplice con el artículo VI: 'La ley es la expresión de la voluntad de un pueblo'. Lo mismo que la performance final en el juicio donde el maestro acusado denuncia la mutilación de la verdad en los libros, la corrupción social, la difícil lucha contra el hambre y la tiranía, pero sobre todo con nosotros mismos. Qué poco hemos aprendido lecciones del cine, y qué hermoso el rostro de Maureen O'Hara, limpia su mirada como un oído, sostenida la emoción transparente durante 25 segundos en los que enamorarse.

No intimar con Hollywood y los favores sexuales a cambio de luces de neón en las marquesinas, le costó perder muchos papeles al ser castigada por el poder de un mercado que la creyó la idónea heroína aventurera en brazos de Simbad, de Búffalo Bill y del Cisne negro, donde no supo escaparse del primer beso con Tyrone Power sin defensa ante la trampa, y les resultó una irlandesa de lengua dura como puños. Se lo dejó muy claro en 1945 cuando declaró a The Mirror ser víctima de una campaña de descrédito de los Estudios por no conceder toqueteos en los platós ni entrevistas de sofá. Se negó a posar en bañador como si fuese una sex symbol y a acudir a fiestas de promoción. Tenía 25 años bien puestos y le gustaba saberse el papel, enriquecerlo con su personalidad, ser puntual en los rodajes, que la respetasen y hasta mañana. Libre de talento, auténtica de forma de ser, no le importaba dejar de par en par la pantalla de los cines, y volverse al Abbey Theatre de Dublín, a trepar cabriolas en los árboles y a disfrutar de fútbol junto a su padre. Ni la posibilidad de abandonar los Estados Unidos después de espetarle a un juez, que le exigió su renuncia a la lealtad a Gran Bretaña para convertirse en norteamericana, que lo sentía mucho, que no podía renunciar a esa lealtad porque la suya se la debía a Irlanda. Ese carácter fue el que le gustaba a John Ford, cuya tiranía de director desafíaba O'Hara, que siempre lo buscaba en sus actrices principales y de reparto como Claire Trevor, la Dallas de 'La Diligencia'; Linda Darnell, Chihuahua, la desgarrada amante de Doc Hollyday en 'Pasión de los fuertes'; o Jane Darnell la monumental matriarca de 'Las uvas de la ira'.

Tampoco se arregló el diente del que decían los directores que le esquinaba la sonrisa, ni maquilló su acento en versión original, enmarcada su apostura, su vitalidad, su distanciamiento y su coraje, versátil para los directores y no sólo radiante en el Tecnicolor del que la nominaron reina -por la luminosidad pictórica de su cabello, de su piel y de su mirada-. Igualmente luce hermosa en el blanco y negro de 'Nuestro hombre en la Habana' de Carol Reed, elegante, sensual y gamberra su madurez en la escena que dispara con sifón a la espalda de Ernie Kovacs, y en 'Un secreto de mujer' de Nicholas Ray junto a Gloria Grahame. Otra de las actrices que no se doblegaron a la hipocresía de los juegos de Hollywood y fue condenada al ostracismo a pesar de sus interpretaciones en 'Los sobornados' de Fritz Lang, y en 'Cautivos del mal' de Vincente Minelli. Al menos ella obtuvo un Óscar como actriz de reparto en la película donde Kirk Douglas se quedó sin el suyo. No tuvo ninguno por sus actuaciones, ni siquiera fue nominada Maureen O'Hara y resultó una de esas vergüenzas incomprensibles de la cultura que en 2014 le otorgasen la estatuilla honorífica. La aceptó de manos de su paisano Liam Neeson, aunque con su ironía de vuelta de todo. No pudo celebrarlo con su tercer marido Charles F. Blair jr, cuya compañía de aviación gestionó ella a su muerte, convirtiéndose en la primera mujer presidenta de una aerolínea regular en los Estados Unidos. Ni con su gran amigo John Wayne a quién le susurró una picardía en el final de 'El hombre tranquilo' para provocarle el gesto de sorpresa atónita en su cara. Nadie supo jamás que frase le obligó Ford a utilizar como golpe de efecto.

No sólo ella dejó su impronta de independencia frente al machismo de Hollywood. En su misma época también Bárbara Stanwyck mantuvo un pulso sin premio, etiquetada de lesbiana y de pertenecer al Círculo de La Costura integrado por Greta Garbo y Marlene Dietrich. Innegable su talento en 'Doble identidad' de Wilder o en 'La gata negra' de Dmytrik, sólo obtuvo una estrella en el 1751 del Paseo de la fama cuando su felinas manos padecían artrosis. Antes de ellas Hedy Lamar dejó plantado el cine después de legarle el primer orgasmo femenino en 'Éxtasis' en 1933 para diseñar las alas de los aviones a partir de la fisionomía de los pájaros, e inventar junto con el compositor George Antheil un sistema para mejorar la comunicación por radio de los submarinos británicos. Compañera de personalidad fue igualmente Bette Davis cuando en su madurez desplazada por la elección de los Estudios de actrices rubias y jóvenes publicó en la revista Variety el anuncio: 'Se ofrece actriz con 30 años de experiencia en el cine y todavía animosa. Con dos Oscar'. (A punto estoy yo de hacer lo mismo por la misma razón que lo hizo ella). Sin sus ejemplos quizás hubiesen tardado más en llegar Kathryn Bigelow, la directora que hizo historia al entrar en el libro de los Oscar ganando la mejor dirección por 'En tierra hostil' ; Sherry Lansing pionera en dirigir la MGM, y entre otras muchas la fantástica pelirroja Julianne Moore, espléndida también en la naturalidad de sus papeles en 'Vidas cruzadas', 'Las Horas', 'Magnolia' o 'Siempre Alice', que sólo exige buenos guiones, que los directores la dejen tranquila, y no dejar de parecerse a sí misma.

Un deseo que cumplió dentro y fuera de la pantalla Maureen FitzSimons, por quién brindo por su imborrable huella en mi cine sentimental, y por acercarme desde la pantalla lo que también me ha rodeado siempre en la vida real. La importancia, el respeto y el amor por las mujeres O'Hara.