La idea surgió con un doble propósito: por un lado, proporcionar algo de actividad a los dos adolescentes de casa en las postrimerías de un muy largo verano -con la promesa de una ulterior compensación por el trabajo realizado- y, por otro, satisfacer una curiosidad antigua: conocer el número de libros que reúne la biblioteca de casa. El recuento, acometido con un entusiasmo que habrá que atribuir a la perspectiva de una gratificación antes que a la mera bibliofilia, arrojó la cifra de 2.438. (Cielos, habrá que decirlo bajito para que no nos oiga la Kondo, pues es más de 80 veces la cantidad que ella consideraba como máximo admisible: treinta). «Puede que se nos haya quedado alguno atrás, papá; pero ése es el total». Un número aséptico, pero del cual pueden derivarse algunas reflexiones: ¿Son muchos o pocos? ¿Cuántos libros caben en una casa? La suma comprende clásicos y diccionarios, manuales profesionales y guías de viaje. En su profunda injusticia numeral, equipara un prontuario de hormigón con obras oceánicas como 'Moby Dick', y tochos como el Britannica Atlas con poemarios sutiles de pocas páginas. También sugiere otras cuestiones, de implicaciones profundas: ¿cuántos libros puede leer una persona en su vida? Y, de esos 2.438, ¿cuántos han sido ya leídos? Más aún: ¿cuántos aguardan en su balda una lectura que nunca llegará? Porque es legítimo preguntarse, como tantos otros antes, cuántos libros podré leer de aquí al final de mis días, a la vista del ritmo de lectura actual. Una sencilla operación aritmética mostrará lo fútil del esfuerzo: la imposibilidad de acometer todos los títulos, pues es un hecho que en casa siguen entrando libros nuevos. Que no falten; sería renunciar a nuestro anhelo de búsqueda, aun a sabiendas de que no puede culminarse.