El tipo llevaba allí más de dos horas, en la segunda planta. Y podía seguir toda la tarde. ¿Qué estaría haciendo? El operativo, de ocho hombres, estaba desplegado y en espera alrededor de la manzana. Ahora le tocaría seguirlo a él. Desde luego, Cárdenas tenía piel de rinoceronte. Menudo era. Ahí está, por fin.

-C2. Me pongo en marcha. Cambio.

- Muy bien. El relevo estará cerca. Ve con cuidado en la moto. Corto.

El objetivo caminaba deprisa por la acera y con la vista al frente. Llevaba puesto un abrigo caro, se notaba que manejaba pasta. Ese era el problema, el dinero. Desde luego no era un chisgarabís. Pero ellos tampoco se andaban con remilgos. La operación costaría lo que tuviera que costar, y punto. El jefe había dado carta blanca al equipo, aunque lo más costoso había sido convencer al chófer y hombre para todo de Cárdenas de que trabajara para ellos. Y es que los restaurantes de lujo y las marisquerías obran milagros. ¿Para qué están los fondos reservados?

-Ha parado un taxi. Cambio.

-Da igual, sigue tú. Llevas el recambio en la cola y los demás ya están en marcha. Está recibiendo una llamada en el móvil.

-Ok. Sigo. Corto.

Enfundado en su casco, no tenía rostro. Runner empedernido y lector voraz se acordaba del distópico Orwell, que no se llamaba así, por cierto, sino Eric Arthur Blair, pero a lo que vamos, decía que ver lo que está delante de nuestros ojos requiere un esfuerzo constante. Es así. Llevaba seis años en el grupo y sabía lo que era eso. A él lo que le extrañaba era que Cárdenas se comportara como si no supiera que estaba monitorizado, ¿no había notado nada Vallejo, con el que había trabajado en otro tiempo, le había dicho que hay que asegurarse de que no vean lo que creen ver, y la verdad es que Juan Manuel era un artista, recuerda cuando dijo, «soy la hostia de bueno, por eso la derecha y la izquierda me encargan las cosas más delicadas». Incluso había mediado para que el chófer aprobara las oposiciones. Joder, qué tío.

-El taxi se ha parado en la puerta de su casa. Baja.

-Vale. Una de dos, ya se queda en casa hasta mañana o sale con la mujer a cenar. Se admiten apuestas.

- ¿A quién le toca la guardia esta noche?

-C5 y C7. Esperamos un ratito.

Esto es así, se decía. Le había prometido a su mujer que llegaría pronto. Pero en esta profesión nunca se sabe. De lo que sí estaba seguro es de que si un día el jefe tiraba de la manta podían echarse a temblar más de uno. Pero donde manda patrón no manda marinero. Así que tú no te compliques la vida.

-Bingo. Sale con la esposa.

Pues a mí se me estropeo la noche. La parienta me va a recibir regular. La Operación Pinche no tenía horarios. Ya creían saber dónde estaba la documentación. Se supone que el jefe tiene al corriente al de arriba y éste al de más arriba. Por vez primera van a llegar lejos. Estas cosas quienes las hacían eran los otros, pero ahora estos se han despabilado. Es lo que yo digo, cada uno esconde sus miasmas. Y es que un tesorero sabe mucho y si abre el pico, y más teniendo papeles, pues imagínate. Como en las películas de la mafia. Pero cada tiempo tiene sus fantasmas, y este ahora es el nuestro y los tiene cogidos, ya lo advirtió, a mi no se me hacen estas cosas, cuidadín. Son los juguetes rotos. Muy peligrosos, los únicos que pueden contar la historia, porque están dentro, solo desde las tripas se puede saber lo que has comido. Asegúrate de no ser tú el que esté ahí en ese momento. ¡Uy!, si esto lo supiera la prensa, sería dinamita. Pero por la cuenta que les trae a los jefes, la cosa se guardará bajo siete llaves, aunque nunca se sabe, porque con tanta gente en la operación es difícil guardar un secreto, eso sí, solo unos pocos conocen el conjunto, los demás los flecos. Francisco de Quevedo lo dejó dicho:

Sólo ya el no querer es lo que quiero;

prendas de la alma son las prendas

mías;

cobre el puesto la muerte, y el dinero.

A las promesas miro como a espías;

morir al paso de la edad espero:

pues me trujeron, llévenme los días.