Lunes. Casi recién incorporado de las vacaciones se echa uno a la cara el titular de que el Gobierno prepara un endurecimiento de las condiciones para jubilarse. La eterna vacación se aleja en el tiempo y piensa uno en que a lo mejor el final me pilla trabajando. No querría jubilarme nunca pero tampoco quiero que esa posibilidad no exista. El sueño no obstante sería una jubilación dedicada todo el día a leer (no titulares de este tipo), escribir y otear las nubes, cazar adjetivos, probar restaurantes, viajar a la inopia y a exóticos países, ver crecer a mi hijo e incluso no ponerme solemne nunca ni tomarme demasiado en serio.

Martes. Se anuncia la reedición de un libro de Julio Camba poco conocido. Tras leerlo, Ortega dijo que Camba era la más pura y elegante inteligencia de España. Me levanto (de la silla) y cojo ‘Londres’, compendio de artículos sobre Inglaterra que escribió en una de sus estancias como corresponsal allí. «En Inglaterra, para comer bien tienes que desayunar tres veces al día». El nuevo libro se llama ‘Ni fuh ni fah’ (editorial Pepitas de Calabaza), una miscelánea, un conjunto de anécdotas de su mucho ir y venir por el globo, Alemania, Gran Bretaña, Turquía, Argentina, etc.

Me llega ‘Y Munich resplandecía’ (Frato Editorial), de Javier La beira, el relato de unos días de diciembre de 2017. Un diario de prosa jugosa y elegante, un texto, un diario, teñido de sentido del humor, erudición y cotidianidad. Un viaje a la ciudad alemana en el que me embarco (también el despegue de un avión no es mi momento preferido en la vida precisamente) con gusto. Yo estuve en Munich de mochilero, hace mil años. También me peleé con alguna camarera. Y sí: «El que teme padecer, padece ya lo que teme». Y desde luego: «Las manías a veces solo dan satisfacciones mediocres».

Miércoles. Leña, restaurante del gran Dani García en Marbella. De bienvenida, un excelente Champán cortesía de Krug, élite de la champanería. Gracias. Joseph Krug fundó la casa en 1843 y se propuso crear un champagne con mucha personalidad. Su labor la han seguido seis generaciones. Las burbujas en el estómago lo predisponen a uno a la bondad y a la fraternidad, la alegría de un miércoles que parece sábado se abre paso y desde la mesa oteamos la sala de máquinas, laboriosos pinches y cocineros briegan con viandas que sazonan, ponen a la parrilla, preparan, condimentan, sirven. Un espectáculo. El servicio es magnífico y el local algo oscuro. El aperitivo es una portentosa mantequilla de oveja con ceniza de puerros. Mi hijo da un notable a las croquetas. Su paladar, este verano, ha probado croquetas en Mojácar y Bilbao, San Sebastián, Castro Urdiales, Madrid y Torremolinos. Hace unos días, muy buenas, en el Miguel de La Malagueta. Un experto. Poca broma. Probamos el surf and turf, o sea, medio bogavante a la parrilla y un solomillo, todo en el mismo plato. Puré Robuchon de guarnición, que algunos restaurantes sirven con un poco de trufa. Casi no hay sitio para un delicado y jugoso brioche con helado de mantequilla, qué acierto. Bajamos, rodamos, por los jardines frondosos de Puente Romano y nos tumbamos en el césped de la playa bajo una palmera. Va declinando apaciblemente una tarde septembrina, llega el eco musical de un chiringuito cercano. Bailaría. Me acuerdo de cuando, de pequeño, preguntaba en la playa con insistencia a mis padres si ya había hecho la digestión. Si ya podía bañarme. Dice mi hijo con determinación teñida de reproche soft, leyéndome el pensamiento, «no hemos traído bañador».

Jueves. Me veo en la televisión y no me reconozco. Parece otro el que habla. Estoy en el sofá en bañador y me da calor verme en la pantalla con chaqueta. Tanto, que me pongo a sudar. El de la pantalla no suda. El de la pantalla, o sea, yo, da las buenas noches. Le contesto. O sea, ¿estoy hablando solo?, ¿con mi otro yo? El programa acaba y el presentador se va. O sea, yo. Dónde iré.