Hay ocasiones en las que diera la sensación de que vivimos en mitad de un bazar ideológico que, dirigido por la globalización y el culto al «todo vale», posibilita la aparición de infinitas posiciones en cualquier lugar del mundo, incluso en tu propia casa. Y así, mientras que uno, católico, apostólico, romano y franciscano, se las ve y se las desea para transmitir a sus hijos la fe que ha profesado, la vida y sus tiempos, por su parte, te plantan entre los tuyos cuestiones espirituales de «agárrate y no te menees». Tan es así que, verbigracia, mi hijo pequeño, si bien cuestiona sin sudar la existencia de Dios cada vez que lo atraviesa un berrinche, también dice, por otro lado, que en el karma sí que cree. Ya ven ustedes. El karma. Una palabra que en mi casa únicamente se ha usado para decir aquello de «niño, kármate y recoge tu cuarto antes de que llegue tu madre». Y no es que la criatura crea en el karma como esa energía trascendente, invisible e inmensurable que se genera a partir de los actos de las personas y con fundamento en un espíritu cosmológico de justicia, equilibrio, causa y efecto, no. Tampoco creo que el niño se me haya vuelto budista o hinduista. Pero el caso es que el zagal, desde una sencilla asunción terminológica que Dios sabe de quién o de dónde ha llegado, cree en ese karma cotidiano de que yo le arroje la zapatilla y, en lugar de alcanzarle en el culo, rebote contra la pantalla de mi portátil y se caiga al suelo. Es entonces cuando él se ríe a carcajadas, ¡karma, karma!, y yo me acuerdo de Herodes, porque cada cual invoca o se acuerda de quien quiere. En ese karma cree. Vayan ustedes a saber por qué. Y yo, que intento siempre llevar la trama a mi terreno, le digo que esas inercias que refiere ya estaban más que inventadas desde el Antiguo Testamento, cuando, por ejemplo y sin ir más lejos, Jacob arranca la primogenitura a su hermano Esaú por un plato de lentejas y, poniendo pies en polvorosa con una bendición paterna conseguida a base de engaños, acaba en casa de su tío Labán, quien, a cambio de siete años de trabajo, le ofrece su cobijo y el matrimonio de su hija Raquel para luego hacerle la maña, como se dice aquí en Málaga, y darle en su lugar a Lea. Es así como Jacob comienza a sentir en sus carnes, también desde el seno familiar, esa medicina del engaño y la argucia que él mismo había esgrimido contra su hermano. Pero a tal encontronazo vital se le llama pedagogía divina, no karma. Y es que, fuera de eso, le digo al niño, preferible es asignar las casuísticas de lo que él llama karma a la mera casualidad, la cual siempre es mucho más económica, más barata, más incuestionable y no deriva en la complicación de tener que asumir otros credos divergentes.

Porque la casualidad, desde mi punto de vista, además de ser una vecina conocida, tiene mucho más arte que el karma y te planta los mismos resultados y eficacias con bastante menos presupuesto. A fin de cuentas, siendo honestos, bien es verdad que ese tipo de restauraciones de justicia que parecen venir desde el infinito, acontecer, lo que es acontecer, acontecen.

Historias de idas y de vueltas que también se suceden, cómo no, en la Administración de Justicia, que es mi campo. Como tal es el caso, por ejemplo, de una compañera y amiga, que, después de que le robaran el bolso de su despacho en sede judicial, recibió en su domicilio una llamada de la guardia civil a fin de anunciarle un fatídico accidente de tráfico sufrido por «ella misma», nombre y apellidos, habida cuenta de que habían encontrado su DNI en entre los restos del vehículo que recibió el castañazo. Pero, seamos francos, no siempre es tan fácil adjudicar casualidad, karma o pedagogía divina. En ocasiones, se torna más complicado de lo humanamente deseable. Como en el caso del actual nivel profesional de la clase política española que nos ha tocado padecer «en este tiempo hostil, propicio al odio», que diría Ángel González. Que no sabe uno si sus titulares son casualidad, karma o plaga bíblica.