Esperamos que en el mes de diciembre podamos empezar a vacunar a una parte de la población en España», declaró el pasado lunes el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. Pocas horas más tarde, su ministro de Sanidad, Salvador Illa, le hacía eco: «Si los análisis clínicos superan las debidas garantías», declaró, España podría tener en diciembre unos tres millones de dosis. El jarro de agua fría llegó el miércoles: el laboratorio Astra Zeneca y la Universidad de Oxford interrumpieron, de forma momentánea, el ensayo clínico de la vacuna para el Covid-19 que estaban desarrollando, una de las más adelantadas del mundo y en la que más esperanzas están depositadas. ¿Cómo ha de tomarse este vaivén?

Pues preferiblemente con cierta calma y distanciamiento, enfatizan los expertos. Por muy sensibilizado que esté el mundo entero con la pandemia de coronavirus. «Desarrollar una vacuna suele tardar un promedio de diez años; que se logre en seis meses es imposible», destaca Mauricio Telenti, especialista en Microbiología del Hospital Universitario Central de Asturias (HUCA). Y añade: «Si en un proyecto de esta naturaleza se mete mucho dinero, se pueden tener datos de eficacia para Navidad, pero de ahí a tener la vacuna media un trecho».

Casi idéntica es la valoración de Eduardo Costas, catedrático de Genética de la Universidad Complutense de Madrid. «Lo normal es que una vacuna tarde alrededor de diez años en desarrollarse. Sin duda, se puede hacer antes. Pero acortar este plazo es difícil y, a veces, arriesgado», ha explicado este experto en 'Buscando respuestas', portal de salud de la edición digital de La Nueva España. «Confiar en que seremos capaces de desarrollar una vacuna contra el coronavirus que esté lista a finales de año es bastante insensato», agrega el profesor Costas.

Los especialistas invocan la cautela. Ni el anuncio de Sánchez e Illa era muy realista ni el contratiempo de Oxford es una hecatombe. Los datos son muy cambiantes en este ritmo vertiginoso que impone la pandemia, pero se sabe que actualmente están en marcha 179 vacunas experimentales: 34 ya están probándose en humanos y 9 se hallan en la fase 3, la última antes de obtener todos los permisos tras demostrar la seguridad y la eficacia que requiere un producto de estas características, y de conseguir la licencia para producirla a gran escala.

Esto significa que un candidato a medicamento realiza una gran investigación con miles de personas para confirmar los resultados del compuesto, tanto en eficacia como en seguridad. En esta fase, que suele durar de tres a seis años, estaba previsto que la nueva vacuna se probase con 30.000 voluntarios de diferentes edades y condiciones, y hasta el momento contaban ya con 13.000 sólo en Reino Unido.

Pero no ha habido más remedio que echar el freno al comprobar que uno de los participantes -una mujer- sufre una enfermedad «potencialmente inexplicable». Se trata de una mielitis transversa, una inflamación infrecuente de la médula espinal que daña la vaina de mielina que envuelve a las células nerviosas. Este trastorno interrumpe las señales entre los nervios espinales y el resto del cuerpo.

Es cierto que el ensayo de Oxford, basado en un virus ya conocido (el ChAdOx1) -versión debilitada de un virus del resfriado común (adenovirus)-, era uno de los más avanzados del mundo para combatir el Covid-19. Sin embargo, no sería acertado concluir que el planeta se viene abajo. A juicio de Lluís Montoliu, experto del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), debería aprovecharse esta noticia para convertirla en algo «positivo y esperanzador». Montoliu aporta un lema ineludible: «Ante todo seguridad, luego nos preocuparemos de la eficacia».

Cuando menos, la interrupción del ensayo corrobora que la competencia a nivel mundial por lograr una vacuna no está provocando que valga todo. Las farmacéuticas que están desarrollando vacunas para el Covid-19 pactaron un compromiso ético para evitar atajos. Más vale que lo cumplan porque, para la salud pública, una vacuna deficiente -por ejemplo, si solo protege a un bajo porcentaje de los vacunados- «podría ser peor que no tener vacuna», asevera Eduardo Costas.

Resulta fácil de imaginar el grave riesgo que provocaría una inmunización poco efectiva, que generase una falsa seguridad y que condujese a la sociedad a relajar las normas de prevención, que sí son eficaces.

Según Sir Jeremy Farrar, experto en control de enfermedades infecciosas, es importante que las reacciones adversas se tomen en serio y que todos esos datos se compartan de forma abierta y transparente. Este modo de actuar otorga a la sociedad «una confianza absoluta en que estas vacunas son seguras, eficaces y con capacidad para poner fin a la pandemia».

Algunos científicos sostienen que las primeras vacunas que superen las tres fases serán seguras y eficaces, pero no las mejores; y que vendrá una segunda y después una tercera generación de vacunas que funcionarán mucho mejor, porque los laboratorios ya dispondrán de mucha información sobre la respuesta inmune que producen.

¿Y ahora qué? El siguiente paso en Oxford se conocerá en unos días, una vez que un comité de seguridad analice todos los datos y tome una decisión sobre la continuidad del estudio y en qué condiciones.

El desarrollo de vacunas es una faceta muy específica del diseño de medicamentos. El microbiólogo asturiano Mauricio Telenti lo explica de un modo muy gráfico: «En un fármaco contra el cáncer, la normativa de seguridad es mucho más flexible, porque la alternativa del paciente es morirse. Sin embargo, las vacunas se aplican a gente sana, y se administran a millones de personas. Imaginemos que una vacuna tiene una mortalidad de un individuo por cada millón; pues si vacunas a 30 millones de personas, se mueren 30».

Carlos López Larrea, catedrático de Inmunología de la Universidad de Oviedo, subraya que «estamos asistiendo a una carrera desenfrenada de las compañías farmacéuticas por el desarrollo de su vacuna y a una guerra fría entre naciones de enorme calado populista».

Todo el mundo está de acuerdo en que las vacunas frente al SARS-CoV-2 son urgentes para mitigar las consecuencias de la pandemia y proteger a la población mundial de futuros brotes. La respuesta acelerada frente al Covid-19 requiere inversiones millonarias. Todo ello con un objetivo conceptual muy claro: «Instruir al sistema inmunológico para que desarrolle una respuesta inmunológica protectora a largo plazo, generando anticuerpos y una respuesta prolongada y que tenga pocas consecuencias para la salud», precisa el profesor Larrea.

Una cuestión decisiva se centra en garantizar que la respuesta inmunitaria es la deseada en todas las edades, sexos, orígenes étnicos o condiciones de salud. Basta recordar, señala Mauricio Telenti, lo sucedido con la talidomida, un medicamento comercializado de 1957 a 1963 como sedante y calmante de las náuseas durante los tres primeros meses de embarazo que originó millares de casos de malformaciones congénitas. Por este motivo, cualquier fármaco ha de ser rigurosamente estudiado en todos los colectivos de la población.

Carlos López Larrea apunta que el virus SARS-CoV-2, a diferencia por ejemplo del VIH, «es muy estable y permite desarrollar diferentes estrategias vacunales» que, a su vez, pueden producir diversas respuestas inmunológicas y más o menos prolongadas en el tiempo. Estos efectos que tienen que ser comparados y evaluados.

La competición está en marcha. Es científica y es política. En España, Sánchez e Illa han dado unos plazos muy difíciles de cumplir. En Estados Unidos, Donald Trump asegura que su país tendrá vacuna justo antes de las elecciones presidenciales. Resulta decisivo que el juego sea limpio, que nadie haga trampa, que las prisas no lleven a dispararse en el pie. Porque, de lo contrario, los efectos podrían ser iguales o peores que la propia pandemia.