Han vuelto las colas. La primera que vi ayer fue a las nueve y pico de la mañana en una céntrica cafetería de pocas mesas en la puerta. La gente hacía cola para sentarse en el lugar del primero que se levantara. Colas en las mercerías y en los supermercados pequeños, en los restaurantes. La distancia de seguridad y la reducción de aforos propicia eso. Un sovietismo inesperado. Las colas, estas, son tristes, gente dócil y cabizbaja. No son colas bullangueras como las de las tres de la mañana, antaño, para entrar a una discoteca o como la que formara una chavalería esperando turno para tirarse por un tobogán acuático. Quién es el último. Hay colas en los ambulatorios y centros de salud, colas en las pequeñas tiendas céntricas especializadas, donde dos son multitud en su interior. A veces cuando estoy muy cansado de mis caminatas me paro en una cola. Así descanso de andar pero disimulo. Las colas proporcionan al observador una atalaya poco mejorable. Se oyen conversaciones, se ve el paisaje, se vislumbran tipos humanos de muy diversa catadura. De paso, a lo mejor llega tu turno y logras un pepino o un kilo de té rojo o una camisa sin gluten. En mi barrio hay una pequeña relojería, muy gracioso que una joyería sea algo anacrónico. Es un taller que regenta un hombre mayor que aún repara con precisión (precisión de relojero, claro) relojes analógicos. Como el mostrador y el local son diminutos, a veces hay una pequeña cola, dos o tres personas aguardando. Son gente que tiene un viejo reloj averiado y por eso tienen tiempo. Si el reloj te funciona no tienes tiempo para nada.

En los bancos también suele haber colas. Cada vez hay menos sucursales. Primero haces la cola para que alguien te atienda y ya cuando te mandan al cajero haces la cola en el cajero. Al final, para que te cobren comisiones por cualquier cosa, haces dos colas. En la Unión Soviética todo el mundo llevaba una bolsa en el bolsillo. Por si acaso en su deambular diario veían una tienda abierta con cosas, se ponían en la cola y lograban algo. Esto que acaba de leer no sé si creérmelo. Se lo tengo leído a varios escritores, si bien no sé si es verdad o es un tópico que hay que meter y contar cuando se habla de las colas. No sé si esos escritores estuvieron alguna vez en la Unión Soviética ni sé si había bolsas para tanta gente. Aquí más que con bolsas vamos con resignación y, al menos yo, deseando irme a casa. Tenemos dos baños, no hay cola para mear.