Nunca se habían ocupado antes los medios internacionales de España, ese país mediano de la Unión Europea en el extremo occidental del continente, y ello no se debe precisamente a lo bien que sus gobernantes - tanto del Gobierno central como de los autonómicos- se están enfrentando a la pandemia del coronavirus que nos ha tocado.

Primero fue la misteriosa salida del país del Rey emérito, que mantuvo en vilo a los medios de comunicación de todo el mundo hasta que, tras varios días de incertidumbre, finalmente la Casa Real tuvo a bien informarnos de dónde se encontraba el ex monarca a quienes con nuestros impuestos financiamos la monarquía.

Entonces nos enteramos del país que don Juan Carlos había elegido para esa especie de exilio forzado, en espera de lo que acabe decidiendo la justicia sobre si es posible perseguirle por sus supuestas actividades ilícitas como la percepción y ocultación al fisco de sobornos por su labor de intermediario a favor de la adjudicación del AVE que une Medina con La Meca en Arabia Saudí.

El lugar elegido por el Emérito fue nada menos que los Emiratos Árabes Unidos, una monarquía feudal como la saudí, de las que no cabe decir precisamente que se distingan por su respeto de los derechos humanos ni por las libertades de sus ciudadanos, pero en cuyas más altas esferas el padre de Felipe VI parece tener muy generosas amistades.

Despejada por fin esa incógnita, aunque sin poder enterarnos de más detalles acerca de las condiciones de su estancia ilimitada en ese país - de la protección de que goza, de quién la financia, si no es el propio emir-, España ha sido noticia otra vez en la prensa internacional por la gestión de la pandemia del coronavirus.

Una gestión a todas las luces desastrosa por la falta de preparación para lo que pudiera venir una vez acabado uno de los más duros confinamientos de cualquier país europeo, puesta en evidencia ante el país y el mundo por la escandalosa falta de rastreadores, de sustitutos para todo el personal sanitario víctima del virus, así como por la improvisación en la reapertura del curso escolar tras un verano caracterizado sólo por la continua bronca política.

Es decir, por algo que no se ha visto prácticamente en ningún país de nuestro entorno: la total falta de acuerdo entre el Gobierno de coalición y el principal partido de su oposición para dejar a un lado, aunque sea sólo mientras dure la crisis, sus diferencias y ponerse entre todos manos a la obra para intentar parar juntos un virus que no distingue entre ideologías y que preocupa a todos los ciudadanos.

La consecuencia de ese monumental fracaso de la política, unido a la insolidaria irresponsabilidad de una minoría de ciudadanos, es que España hay terminado siendo declarado "país de riesgo", es decir, a evitar, por Alemania y otros de los países que más ayudan al equilibrio de nuestra balanza de pagos con una industria de la que tanto dependemos como es la del turismo: un turismo, por desgracia, fundamentalmente de sol y borrachera.

Por si faltaba algo para seguir deslustrando día tras día esa rutilante "marca España" que creó un anterior Gobierno y a cuyo frente puso incluso un alto comisionado, está todo lo que hemos ido conociendo, gracias al levantamiento por un juez del sumario, de la continua corrupción del principal partido de la oposición, ese partido sucesor de la Alianza Popular que fundaron ex ministros y otros ex jerarcas del régimen franquista para pilotar a su favor la transición.

Cada día que pasa nos enteramos e informan también los medios extranjeros de más detalles escabrosos de la llamada operación Kitchen, de cómo el PP se valió del Gobierno de la nación que ocupaba para torpedear la causa judicial sobre su famosa "caja B", operación parapolicial montada por el propio ministro del Interior Jorge Fernández Díaz para hacerse con la documentación comprometida que guardaba el ex tesorero del partido Luis Bárcenas, el de la misteriosa fortuna en Suiza.

«El cocinero era un espía», titulaba el lunes el prestigioso diario conservador alemán Frankfurter Allgemeine Zeitung la crónica de su corresponsal en Madrid, en la que éste jugaba con el nombre de la operación Kitchen- en inglés: cocina- montada por el PP para espiar al ex tesorero, y para la que se contrató al chófer de este último con el objetivo de conseguir los documentos que supuestamente implicaban al partido. Todo en el más puro estilo mafioso. El PP no se limitó a utilizar en aquella operación de espionaje los recursos del partido, lo que sería por sí solo ya grave en una democracia, sino también los del propio Estado ya que empleó en ella menos que a setenta y un policías además de fondos reservados, como tampoco vaciló al parecer su Gobierno en manejar a la justicia para obstaculizar la investigación de un escándalo que nos aproxima a ciertos países del Este de Europa.

Ya puede el actual presidente del PPP, el joven Pablo Casado, hacer como si la cosa no fuera con él ni con el actual equipo de dirección y afirmar en tono contundente que no va a "dejar pasar ni una" mientras rechaza que se hagan de momento "juicios paralelos". Ni una supuesta nueva generación de políticos ni otro cambio de nombre van a poder redimir a un partido con semejante hipoteca.