Son las diez de la mañana y unos operarios se afanan en colocar luces de Navidad en la calle Carretería. Los operarios que yo veo siempre se afanan, para eso son míos. En las crónicas de otros, lo operarios briegan o sestean o trabajan sin más. En las mías se afanan, verbo equívoco y tal vez poco utilizado. Los obreros dale que te pego en unos andamios móviles ahí, poniendo el alumbrado en pleno septiembre con casi 27 grados. Esta es la ciudad más previsora del mundo. O con más miedo a la oscuridad. Con más querencia a la Navidad. Puede que llegado el momento, esas luces iluminen para nadie. Que estemos todos confinados o melancólicos o enfermos y brillen para la nada en plena Navidad. Si las reuniones navideñas no pueden ser de más de seis habrá que ir eligiendo cuñados y primos, todos no caben. Ahí les quiero ver. La vida es elegir. Descartar. Fulanito, que vengas en Nochebuena pero el 25 para almorzar te buscas la vida. La vida es elegir. Ya lo hemos dicho. Y pasear, claro. Que iba yo por Carretería camino de mis gestiones sin hacer la digestión y penetré por Puerta Nueva, donde la cafetería que hay frente a Turismo Andaluz presentaba buena afluencia. A lo lejos intuí un conato de vida, bulla de las de antes, y avancé hacia la plaza de la Constitución, gentío pero no muchedumbre. Hay muchos locales cerrados. Un ciego intenta venderme lotería. Un atildado extranjero, lo sabré por su acento, me pregunta por el museo del oro y le digo que no hay tal museo. Se va extrañado. Si el museo existiera lo habría escrito en mayúsculas. La calle Larios.

-Oiga, a ver si uno de estos paseitos se los da usted por Huelin.

La calle Larios es un ir y venir de desocupados, oficinistas, algún turistón, gente mayor que va al médico, porque el médico bueno está en el Centro, idea que propaga fundamentalmente el médico que tiene consulta en el Centro, y ejemplares del género humano que no acierto a clasificar, pero que piensa uno deberían estar en clase.

Gano la Plaza de la Marina y estoy tentado de sentarme en un café a mirar hacia el puerto tomando algo, pero la última vez que me senté en ese lugar me metieron tal clavo por el café que aún lo tengo incrustado en el tercer espacio intercostal. Me siento junto a la estatua de Andersen y pienso en su visita. En cómo era, sería, la ciudad cuando el escritor la visitó. Sus ojos miraban al mismo lugar que ahora yo miro, pero yo veo el palmeral y él vería una valla o un descampado o un desabrido muelle o la mar salá. Se lo preguntaría, pero Andersen tiene mucho cuento.