La llegada del otoño tiene una data astronómica y otra real. El de 2020 llegó a mi ciudad hacia las 13.45 de ayer, cuando un vendaval levantaba nubes en la playa, donde aguantaban tres bañistas y alguna gaviota. En las calles inmediatas la arena celaba la luz del sol con un filtro amarillento, mientras grandes bandadas de hojas volaban de los árboles urbanos y los viandantes sujetaban como podían sus sombreros o gorras, inclinando algo el cuerpo para compensar los empujones del aire. «Antes deja un padre a su hijo que el viento al agua», escuché una vez a un hombre de las montañas, pero el agua se haría esperar todavía unas horas. De este vigoroso cambio de estación, bello por sincero, me queda la imagen de un windsurfista recibiendo al otoño como se capea a un toro al salir de toriles, casi volando de través de lado a lado de la bahía. No soy taurino, pero se me escapó ¡torero!