El pasado 14 de marzo nos tocaba celebrar en la Europa de la cultura un nuevo aniversario del nacimiento en 1681 de uno de los más grandes y prolíficos maestros de la música alemana del barroco tardío, Georg Philipp Telemann. No fue posible. Ese día los latigazos de la Covid-19 empezaban a golpearnos como un huracán. Hace ya muchos años, en Hamburgo, oí por primera vez su Lateinisches Magnificat in C-Dur, esta portentosa obra de juventud del maestro, muy influenciada por la música sacra alemana e italiana de la época. Fue compuesta probablemente en Leipzig cerca del 1700, por un Telemann casi autodidacta, y ya en estado de gracia.

«Magnificat anima mea Dominum»... Que mi alma exalte al Señor. Así comenzaba el primero y el más famoso de los cuatro Cantica Majora con los que Telemann ilustró esta versión musicalmente prodigiosa de un fragmento del Evangelio según San Lucas. En el primer capítulo el Evangelista nos transmite en los versículos que van del 46 al 55 el canto de acción de gracias que la Virgen María dirige a Dios por haberla elegido para ser la madre del Mesías, tanto tiempo esperado.

Nos conmueve especialmente en el día de hoy el mensaje de crítica moral implícito en los versículos evangélicos que van del 51 al 53. Los que nos recuerdan que en su llegada el Señor dispersará a los poderosos arrogantes, arrojará de sus tronos a los déspotas, elevará a los humildes y colmará de manjares a los hambrientos.

Su Magníficat Latino ya nos anuncia un mundo nuevo a través de su introducción instrumental (la Sinfonía) y triunfa en el «Et misericordia eius», para culminar en la polifonía coral del «Sicut locutus est». Telemann sacó la música de los cenáculos de los privilegiados a través de las iglesias de Alemania y de su Collegium Musicum. Compuso para una infinidad de templos repartidos por el entonces Sacro Imperio Romano Germánico. Fue un genio al servicio de su pueblo, el alemán, al que inspiró con su arte y su talento a través de una larga y fecunda vida.

Creo conocer Alemania casi tan bien como mi país, España. Siempre he considerado que el poder profundizar en su idioma y en su gran cultura siempre fue un privilegio muy especial. Admito que la música de Telemann fue desde muy joven una parte muy importante de mi educación. Tuve mucha suerte. La evoco de nuevo en estas modestas líneas, enmarcada por una rotunda admiración por la obra de aquel gran hombre que nació en la ciudad de Magdeburg, ciudad que como tantas otras de Europa fue martirizada no pocas veces a lo largo de su historia y que ahora ejemplarmente intenta eliminar la atroz arquitectura que le legó la ideología totalitaria de la República Democrática Alemana, de tan trágica memoria.

En el corazón de esa parte del mundo, tantas veces prodigiosa y tantas veces maltratada por sus propios hijos, a la que llamamos Europa. Que hoy, en el fragor de la batalla contra la pandemia que vino de Oriente, se debate dentro de demasiadas contradicciones. Las que hacen posible y manipulan los nuevos poderosos que padecemos. Los dirigentes luciferinos que ahora proliferan por medio planeta, tan ineptos como amorales y desalmados. Los que nos obligan a recordar que la gran Europa con la que seguimos soñando nos necesita ahora a todos los buenos europeos, más que nunca.