Empecé a leer 'Una guía sobre el arte de perderse' de Rebecca Solnit el pasado mes de agosto, en la habitación 612 del hotel Hesperia en A Coruña. Entre reencuentros y licor café. La prosa de Solnit es deliciosa. Su discurso, a veces, se apoya en el de otros escritores, otras, en su experiencia personal y, también, se detiene para descubrirnos personajes como Cabeza de Vaca, Yves Klein o El Hombre Tortuga. En sus ensayos respira la descripción, abundan los momentos autobiográficos y la reflexión. "Quizá sea porque no podemos retroceder en el tiempo pero sí podemos regresar a los escenarios de una historia de amor, de un crimen, de la felicidad y de una decisión fatídica; los lugares son lo que permanece, lo que podemos poseer, lo que es inmortal. Los lugares que nos han hecho quienes somos se convierten en el paisaje tangible de la memoria, y en cierto modo también nosotros nos convertimos en ellos".

Lau y yo dejamos A Coruña en agosto de 2016. Después de trece años en esa ciudad, sentíamos que teníamos que cambiar, que nuestro tiempo allí había terminado. No teníamos a nadie esperándonos en ningún sitio. Elegimos Málaga por el clima y porque está bien comunicada. AVE y aeropuerto. No nos atrevimos a romper con todo, incapaces de encontrar una alternativa a este cóctel de dinero, poder y tecnología que llamamos sociedad, nos fuimos a vivir a un ático muy próximo al mercado de Huelin, a escasos minutos de la playa de la Misericordia.

"La pregunta, entonces, es cómo perderse. No perderte nunca es no vivir, no saber cómo perderte acaba contigo, y en algún lugar de la terra incognita que hay entre medias se extiende una vida de descubrimientos". Todos hemos soñado alguna vez con ser Walden, pero hace falta un valor (y unos recursos) que nosotros no teníamos. Solnit, que también conoce la obra de Thoreau, nos recuerda: "está jugando con la pregunta bíblica que plantea de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma. Pierde el mundo entero, afirma, piérdete en él, y encontrarás tu alma". Sin embargo, "[p]ara Virginia Woolf —escribe Solnit—, perderse era más una cuestión de identidad que de geografía, un ferviente deseo (incluso una necesidad imperiosa) de no ser nadie o de ser cualquier otra persona, de liberarse de las cadenas que te recuerdan quién eres, quién creen los demás que eres". Así es. Intentábamos perdernos, perdernos en pareja, en "ese amor por el otro que es también un deseo de conectar con el misterio que eres tú mismo a través del misterio que son los demás [€] para mejorar como persona a través del sufrimiento, la aventura, la transformación, para emprender un camino que, a través del castigo, conducía a la recompensa que es el yo transformado". Palabras como "sufrimiento" y "castigo" quizá sean excesivas, Solnit las utiliza para contar la anécdota de su amiga Suzie, que está "dibujando su propia baraja de cartas del tarot y reconsiderando el contenido de cada carta antes de pintarla". Esta reflexión en concreto es sobre la Justicia que, según la tradición clásica, se encuentra a las puertas del infierno para decidir quien puede entrar. De ahí la magnitud de sus sustantivos. El infierno.

Dos años después, en 2018, obligados por unos alquileres que no dejaban de subir, decidimos hacer lo que llevábamos mucho tiempo deseando: nos fuimos a vivir a un pueblo, a una casa con un jazmín en la esquina. No era una casa independiente sino un pareado, lo que podíamos pagar (y gracias, siempre, a la ayuda de nuestras familias). Así fue como acabamos viviendo en un chalet anodino de interés variable, arquetipo del sueño burgués, reconvertido por el sistema neoliberal en vivienda habitual en la periferia de una ciudad cuyo centro había sido transformado en el escenario del ocio diurno y nocturno de los turistas.

Un refugio. Un refugio donde podríamos tener nuestro propio jardín y una extensa biblioteca.

Y seguir aprendiendo.

Leer todos los libros que este chico de Entrevías no ha podido leer todavía.

Saborear a Solnit. Descubrir conceptos como "el azul de la distancia", el cuento sobre el color azul que Isak Dinesen escondió en > y el azul, también, de Yves Klein. O la historia de Cabeza de Vaca. Demasiado larga para fusilarla aquí, desde la página cincuenta y cinco hasta la cincuenta y ocho, un ejemplo de adaptación a las circunstancias, analogía de la mayoría de nuestras biografías. "Lo que hizo para dejar de estar perdido no fue regresar, sino transformarse" sentencia Solnit.

Hoy no soy el mismo que era ayer.

"Quizá el cambio sea así, unas veces espectacular y otras más discreto, algo visible y a la vez oculto, una constante oscilación entre lo lejano y lo cercano".

Metamorfosis.

"Casi nunca es algo tan drástico, en cierto modo este viaje entre lo cercano y lo lejano tiene lugar en las vidas de todo el mundo. A veces una fotografía, un viejo amigo, una vieja carta te recuerdan que ya no eres la persona que fuiste en el pasado, pues la persona que vivió entre esa gente, que apreciaba esto, que escogía aquello, que escribía de esa forma, ya no existe. Sin darte cuenta, has recorrido una enorme distancia; lo extraño se ha vuelto familiar y lo familiar, si no extraño, al menos sí incómodo o inadecuado, una prenda de ropa que ya no te vale. Y hay personas que viajan mucho más que otras. Hay quienes reciben de nacimiento una identidad que les resulta suficiente, o que al menos no cuestionan, y hay quienes emprenden el camino de la reinvención, por supervivencia o por placer, y viajan muy lejos. Algunas personas heredan valores y costumbres que son como una casa en la que habitan; algunos tenemos que prender fuego a esa casa, encontrar nuestro terreno, empezar a construir desde cero, pasar por una especie de transformación psicológica".

Cada mañana desayuno, bajo el inmenso jazmín, con la única certeza de que "algunas preguntas son más importantes que las respuestas".