A medida que pasa el tiempo, si algo le agradezco al periodismo es que me diera la oportunidad de conocer a seres irrepetibles como Miguel Romero Esteo (1930-2018). A ese dramaturgo incómodo que sigue vivo, que regresa gracias a la programación que la asociación consagrada a su legado ha vuelto a desplegar para atravesar tanto la fecha de su nacimiento como la de su 'hasta luego'. Porque olvidarse de él es imposible. Se corrobora en el brillo que enciende la mirada de alguien que siempre que pudo estuvo a su lado, hasta cuando resultaba difícil e ingrato: el director de teatro Rafa Torán. O, si atendemos a la atención que se le presta a su relación con la música, cobra una dimensión especial la anécdota, sobre una situación que en su momento resultaba trascendental, que Tecla Lumbreras -quien también lo visitaba en sus últimos días- acostumbra a recuperar para invocar la esencia de Miguel. La de un guardián de la cultura que antepuso por encima de todo el valor de una guitarra bajo la guadaña de la España clandestina.

La de este hombre, al que lo más socorrido es colgarle la etiqueta de maldito, viene a ser la historia de un escritor incansable y un erudito insaciable. La existencia del intelectual total. Miguel trabajaba a destajo y si -como él repetía- no creía en la inspiración quizás fue porque cuando solo era un niño inquieto se había caído sin saberlo, como Obélix, a una marmita. Por ejemplo, a un aljibe que rebosaba de ingenio en la inmensidad de los Montes de Málaga. Porque sin esta geografía mediterránea no se entiende todo lo que contribuyó al teatro, la música, el periodismo, la docencia, la poesía, la narrativa, la antropología o, incluso, la teología. Cada vez que se habla de aquellos autores que mejor han sabido captar con su prosa el alma literaria y la humanidad de Málaga suele olvidarse injustamente a Don Miguel Romero Esteo. Se obvia la publicación de Territorios Málakkos (Cedma), un libro de relatos que abriga la esencia de esta provincia. Que recorre la práctica totalidad de sus pueblos y parajes con un ritmo tan trepidante, disparatado y minucioso que parece el anuncio visionario de esas modas del turismo rural o el senderismo, que ahora tanto nos fascinan. Además, cobija un guiño que remite a fechas tan importantes para su biografía como las actuales. Aflora un sentimiento de pérdida o la lejanía de la infancia, y esto queda simbolizado con el decreto del final del verano.

Y un episodio como el de la llegada a Málaga con su familia en los albores de la posguerra puede servir de referencia iniciática para enfrentarse a las peripecias infantiles de las que parte el libro: «Acabada la Guerra Civil ya la cosa más bien nos iba fatal. En el pueblecito los fascistas nos lo habían robado todo, con mi padre en las listas de fusilamientos por haber sido un jefe en el ejército republicano -lo salvaron de chiripa las monjas de un monasterio de monjas de clausura en Córdoba- nos largamos en tren a Málaga, a una casita alquilada entre corralones de pescadores a un lado y los chalés de los ricos pues al otro lado. Y a ver si el mocerío de mis hermanas y hermanos encontraba trabajo, que a eso íbamos. Con mis nueve años ya, el único que encontré trabajo fui yo, de monaguillo en un convento de monjas, cincuenta pesetas al mes», dejó escrito sobre su llegada a la ciudad. A la Arcadia que hizo suya hasta ese otoño de hace dos años que le expidió el pasaporte de inmortal.