Si señora ha decidido que entremos de sopetón en el siglo XXXV, y les aseguro, pardiez, que lo está consiguiendo. De un tiempo a esta parte mi casa se ha llenado de robots, cachivaches, aparatitos y todo tipo de gadgets. No gano para pilas. Ahora vivo rodeado de tecnología de última generación, y uno, que es más bien analógico, lo lleva regular. El otro día me levanté y encontré a un tío de Amazon desayunando en la cocina. Le pregunté quién le había abierto. Y el mozo, mojando la magdalena sin inmutarse, me dijo que tenía llave. Y es que mi hogar, dulce hogar, es un trasiego continuo de gente trayendo cacharros.

La cosa empezó poco a poco, con un invento que barre, aspira, friega y da esplendor. Sólo le falta dar los buenos días, pero se conoce que es tímido, o maleducado. Paquito lo hemos bautizado. El bicho se enciende y recorre los pasillos de forma obediente, calculada. Lo puedes programar para ir por zonas o en modo persecución. Vayas donde vayas, te sigue. Creo que mi mujer escoge ese modo para joderme. Pequeñas venganzas matrimoniales, ya saben. Mi hija de un año lo pasa bastante mal cuando ve al chisme avanzando en su busca. La pobre intenta huir pero, por ahora, el aspirador Higher Power 3000, alias Paquito, es más rápido que ella. Siempre la acaba arrinconando.

Luego el tema fue empeorando, pasó a mayores, y raro es el día que no llaman a la puerta con un paquete nuevo. La última adquisición es un robot que bate, hornea, asa y cocina al vapor. En serio, querido lector, quédese con quien le mire como mi mujer mira a su robot de cocina. Amor a primera vista. Incluso le ha puesto un pañito por lo alto como si fuera un jamón de los buenos. Me tiene prohibido acercarme. No puedo tocarlo. Dice que se lo desconfiguro. Ni que fuera un vídeo, pienso para mis adentros. Pero no se lo digo, no me atrevo. Y ella, entre pleito y pleito, pasa los días viendo tutoriales de rebozados, texturas y salsas del mundo. La alquimia del futuro.

Así vivo. Con miedo de pisar esto, estropear aquello, apagar lo de más para allá, o encender lo que estaba en pause. Todo son pitidos y lucecitas, lo que me recuerda aquella letra de los Mojinos Escozíos: mi madre era una minipimer, mi padre era un transistor, y yo soy un consolador (todos tenemos un pasado).

Créanme, mi casa parece el salpicadero de El coche fantástico. De hecho, entraron unos okupas y se fueron al día siguiente porque no sabían usar nada. El futuro ha llegado para quedarse, y no tiene remedio. Ahora han descubierto el teletrabajo y nos lo venden como la panacea del bienestar y la evolución. Toda la vida a través de un plasma. Rajoy, un visionario adelantado a su tiempo. Chúpate esa, Julio Verne.

El control es absoluto, pues no creo ser el único que ha hablado de un tema y, de repente, le aparece publicidad de ese asunto. Hemos cedido libertad por inmediatez y comodidad. Siri y Alexa están siempre ojo avizor. Y nosotros, tan listos, convencidos de ser dueños de nuestro entorno. Vean en Netflix un documental titulado El dilema de las redes. No les descubrirá nada que no sepan ya, pero les hará replantearse lo que creían saber. Una docena de gurús tecnológicos explican cómo diseñaron con carácter adictivo un mundo irreal que nos conecta a todos. Tenemos mercados del futuro en base al capitalismo de vigilancia, dice un tal Zuboff, compramos y vendemos la atención y el interés del ser humano. Y se queda tan pancho. Ellos guían nuestra forma de pensar bombardeando, limitando, cortando o avivando los ítems que les convienen en cada momento. Y el consumidor, usted o yo, persigue un ideal que antes le era del todo ajeno y ahora defiende a muerte porque alguien se lo ha inoculado sibilinamente con un simple clic. Unos y ceros, algoritmos que moldean nuestra conducta sin enterarnos.

El mayor logro del diablo fue convencer al hombre de que no existía, y esa es la técnica que copian y mejoran estos creativos. No los vemos, no los tocamos, pero están ahí, tan presentes como intangibles en cada segundo que le dedicamos a un aparato. Cuando he dicho que el de Amazon tiene llave no era broma, era una forma de hablar. Es más, hay algunos que viven en nuestra propia casa. Y nosotros, ilusos, sin saberlo. Les dejo por hoy, que tengo que sacar a pasear a la freidora.