¿Qué hay de malo en pintar un edificio de colorines, máxime cuando la intervención realizada tiene unos indudables valores estéticos? Pues que no se hace sobre un soporte neutro, y socava otros valores que estaban presentes en el soporte, por más que la novedad funcione como reclamo. Habrán adivinado que hablamos de las recientes actuaciones del artista Okuda en el faro del cabo de Ajo (Cantabria) y del colectivo Boa Mistura en un polideportivo diseñado por Miguel Fisac. Se ha argumentado que «no son monumentos» y, en el caso del polideportivo, que «es feo». Bien, añadiremos que sobre estética hay mucho escrito, y sobre patrimonio edificado también se ha derramado bastante tinta desde que el uso del concepto de monumento se generalizó durante el siglo XIX.

Un polideportivo o un faro son edificaciones utilitarias con unas funciones muy específicas que cumplir en cada caso; la grandeza del proyectista reside en trabajar con lo esencial para elevarlos a una categoría superior. Le Corbusier definía la arquitectura como el «juego sabio, correcto y magnífico de los volúmenes bajo la luz» y, en ambos, las sombras arrojadas y los matices lumínicos en los planos facetados de fachada se convierten en la materia prima compositiva que todo buen fotógrafo que los haya retratado reconocerá; sutilezas que una intervención estridente anula por completo.

Lo peor es que se trata de la propia Administración la que juega a ser enfant terrible con un legado cuya salvaguarda tiene confiada y que, cuando se le formulan objeciones, responde con un «pues a mí me gusta» como el del presidente cántabro. Cuando mi hijo era pequeño, un día se disponía a dar cuenta de un estupendo solomillo al que intentaba cubrir de kétchup. Mi protesta fue respondida con un «pues a mí me gusta».