Podemos pensar lo que queramos del errático primer ministro británico, Boris Johnson, o del euroescepticismo de buena parte de los ciudadanos del Reino Unido, pero hay una cosa cierta y es el cabal funcionamiento de la democracia bajo aquel viejo régimen monárquico.

Leíamos, por ejemplo, esta semana que decenas de diputados 'tories' se habían rebelado contra las nuevas medidas adoptadas para combatir la pandemia por el jefe del Gobierno, de ese mismo partido, y ello obedece sobre todo a una razón muy concreta: cada diputado tiene que dar cuenta ante quienes los eligieron y a los que por tanto es responsable.

No es ése el caso aquí: en nuestro país, lo único que han de demostrar los parlamentarios del partido que sea es lealtad acrítica a quien los incluyó en unas listas cerradas y bloqueadas que los ciudadanos tenemos que aceptar siempre, nos gusten o no, como un paquete. La representatividad de los parlamentarios y su espíritu crítico, su capacidad de disensión interna, llegado el caso, es lo que distingue a las democracias maduras, sean repúblicas o monarquías.

Como también la existencia de unos medios que ejerzan realmente la función de control del poder que tienen encomendada por la sociedad y se consideren por tanto no sólo con derecho sino en la obligación de criticar cuantas veces haga falta al partido al que puedan sentirse más próximos si creen que se ha equivocado, en lugar de limitarse, con razón o sin ella, como tanta frecuencia ocurre aquí, a atacar por sistema al grupo político contrario.

Ha vuelto a ocurrir ahora con motivo del conflicto estallado por la ausencia del Rey del acto de entrega en Barcelona de los despachos a los nuevos jueces: la prensa conservadora, es decir, la mayoría de la que se edita en la Villa y Corte, ha visto una nueva ocasión de cargar contra Pedro Sánchez y sus aliados de Gobierno.

Se puede discutir la decisión de Sánchez de instar al Rey a que no asistiese a esa entrega con un presidente del Consejo General del Poder Judicial que debía haber dejado el cargo hace ya dos años pero que sigue en la cúspide de ese órgano por lo que no cabe sino calificar de 'filibusterismo' del principal partido de la oposición.

De un órgano que sigue nombrando jueces, en su inmensa mayoría conservadores, incluido los que irán al Tribunal Supremo, aprovechando el 'impasse' en que se encuentra por culpa del bloqueo sistemático e inconstitucional del PP y en un momento además en que la judicatura parece emplearse cada vez más como arma política por parte de unos y otros.

Pero de lo que no cabe ninguna duda es del derecho que, desde el punto de vista constitucional, asistía al Gobierno de tomar la decisión que tomó y la obligación que tenía, a su vez, Felipe VI de acatarla porque, a menos que estemos equivocados, la nuestra es un monarquía parlamentaria en la que el Ejecutivo es responsable de los actos del Rey: de ahí la inviolabilidad de este último.

Otra cosa es que, sabiendo cómo actúan aquí los partidos y medios conservadores, la decisión de impedir la asistencia del monarca al acto de Barcelona, para muchos, inoportuna en un momento de máxima tensión en Cataluña, haya sido o no equivocada desde el punto de vista político por su inevitable utilización por la derecha y los medios afines.

Por supuesto que el Rey, es decir el jefe del Estado de todos los ciudadanos, sean o no monárquicos, tiene derecho a visitar a título privado cualquier lugar de España, pero eso no excluye que las circunstancias puedan desaconsejar su presencia oficial en determinado lugar en un momento concreto, como ha ocurrido ahora.

Parece ser, a juzgar por lo que han informado algunos medios, que el Rey expresó en conversación privada con el presidente del Consejo General del Poder Judicial su disgusto por la decisión del Gobierno, algo que no tardó en hacerse público.

Soy de los que consideran que el Rey debió al menos callarse, es decir tragarse el sapo, si es que como tal lo consideraba, a fin de no alimentar aún más la polarización y crispación existentes en medio de la actual pandemia en lugar de exponerse a ser instrumentalizado inmediatamente por la derecha, como era de prever y vemos que ha ocurrido.

El Rey es inviolable pues así lo establece la Constitución, pero eso no significa que en una monarquía parlamentaria no pueda criticársele si se extralimita o se equivoca. Precisamente la ausencia de críticas en los medios durante el largo y crucial reinado de su padre es lo que permitió unos abusos que han terminado erosionando a la institución que representa. Desconfíe el monarca de quienes sólo saben gritar '¡Viva el Rey!'