De 2008 a 2020, España viene conjugando el verbo "fracasar". Hace apenas quince años, la prensa internacional llevaba en portada el éxito de los spanish bulls y Zapatero se jactaba de haber superado a los italianos en renta per cápita. El vicepresidente Solbes adormecía al votante con la suave cantinela del superávit presupuestario. ¡Qué tiempos aquellos en los que nuestra banca pasaba por ser la más solvente de Europa! El tsunami de las subprime, en primer lugar, y de la deuda soberana a continuación -aquel fatídico ciclo que de lleva de 2008 a 2012-, hizo que todo se viniera abajo. Fuimos salvados por la campana -gracias a las palabras y a los actos de Mario Draghi-, aunque el sector financiero y el inmobiliario quedaron arrasados. Las cuentas públicas no se han recuperado desde entonces, como tampoco el empleo ni los salarios. Salimos mucho más pobres de cómo entramos.

De fracaso en fracaso, el procés vino a poner a prueba una vez más la capacidad del país a la hora de afrontar problemas complejos. Esta vez el reto lo lanzaba el populismo con rostro identitario. Si unos pecaron por encender el fuego, los otros lo hicieron por no saber apagarlo. El malestar territorial se extendió, mientras la política española contraía los peores defectos de la catalana. Las cortinas de humo, una tras otra, en rápida sucesión, ocultaban la realidad; las reformas se paralizaban; las palabras subían de tono. El final -que no es todavía un final- fue el fracaso colectivo. Una fractura ideológica se sumaba a la social y a la afectiva, también a la económica. Hubo cambio de gobierno.

Con 2020 llegó el coronavirus, una pandemia que se ridiculizó hasta que fue demasiado tarde. Los daños sistémicos sobre la economía y la sociedad son y serán mayúsculos. Lo habrían sido en todo caso -incluso con una gestión alemana-, pero una vez más nuestras elites no supieron responder al desafío. Y siguen sin hacerlo. Un cóctel caprichosamente improvisado pasa por bálsamo de Fierabrás del caos nacional. De nuevo, como sucedió en 2008, constituye doctrina común afirmar que nuestro sistema de salud pública es el mejor del mundo desarrollado. Contra toda evidencia, me temo. La falta de recursos supone también una falta de gestión, las insuficiencias del sistema de ciencia nacional repercuten en los hospitales y la ausencia de coordinación autonómica magnifica las deficiencias públicas. Por tercera vez en doce años, España hace agua ante sus retos. Si en 2008 vimos desaparecer el tejido regional de cajas de ahorro, ahora asistimos a la liquidación por derribo de la hostelería, la restauración y el comercio: una catástrofe de dimensiones bíblicas. Mientras tanto, seguimos con presupuestos prorrogados, sin saber dónde destinar el dinero de la Unión y polemizando sin fin sobre la monarquía.

El fracaso de nuestras elites es el fracaso de un pueblo, diagnosticaba con acierto hace unos días Manuel Arias Maldonado. Algunos creían que disponer del peor sistema educativo de la OCDE no iba a tener consecuencias. Damos la culpa a nuestros políticos, pero ellos no son sino un reflejo del país. Todos, de un modo u otro, somos responsables de nuestro destino.