Harold Bloom, el crítico anglosajón más reconocido de este tiempo (aunque tan cargado de anglofilia como todos), justificaba los frecuentes finales infelices en grandes obras literarias como una ayuda para soportar mejor las muertes reales en nuestro entorno. Sin embargo ya cumplidos los 70 confesó que evitaba cada vez más las películas con finales tristes «porque son contadas las que merecen estéticamente que les perdonemos el sufrimiento que tratan de infligirnos» (Genios, 2002). A partir de una edad también las comedias, salvo si provocan carcajadas, se vuelven insoportables, por estúpidas en este caso. El espejo humano con más verdad es la tragicomedia. Aunque en su forma 'moderna' deba casi todo a la literatura española, su talante relativizador parece haber huido de nosotros, lo que nos hace oscilar enfáticamente entre lo grave y lo cáustico (un sucedáneo corrosivo del humor).