Que el papa Francisco haya elegido firmar su última encíclica en Asís y sobre la tumba de San Francisco no es una mera casualidad circunstancial, tanto más habida cuenta del nombre que Bergoglio eligió para sí como sucesor de Benedicto XVI aquella sorpresiva tarde de marzo de 2013. Que su título, Fratelli tutti, todos hermanos, sea cita de la sexta admonición del santo de Asís, tampoco ha sido aleatorio: «Miremos con atención, hermanos todos, al Buen Pastor, que sostuvo la pasión de la cruz para salvar a sus ovejas». Sin embargo, en mitad de esta evidente confluencia de mensajes fraternos en el marco de un mundo asolado por el individualismo, no son pocos los colectivos que, sin dilucidar lo profundo, se han centrado en la más superficial capa de lo externo para abogar, a los solos efectos de nomenclatura, por una traducción titular que rinda vasallaje a las desafortunadas inercias actuales del lenguaje inclusivo que, pasando por encima de la gramática, fuerza innecesarias duplicidades de compañeros y compañeras, trabajadores y trabajadoras o, en este caso, hermanos y hermanas. «Cuando el sabio señala a la luna, el necio mira el dedo», ya saben. Que desde el Vaticano se haya optado por mantener el título conforme a la cita original no sólo me parece acertado conforme a la gramática sino, además, respetuoso con las palabras originales del santo que las pronunció. Pensar, por otro lado, que el mensaje de la encíclica pretendiera excluir de su recibo a las mujeres por no haber adoptado en su título el ridículo doblete de géneros es un pronunciamiento que, desde su simpleza, se derrumba por sí sólo y sin necesidad de réplica alguna, como las murallas de Jericó. Pero es que, además, también implica un claro desconocimiento de las múltiples reivindicaciones con las que Francisco ha ensalzado e impulsado el papel de la mujer en la Iglesia. Y así, en la exhortación apostólica Evangelli Gaudium, el papa refiere que «las reivindicaciones de los legítimos derechos de las mujeres, a partir de la firme convicción de que varón y mujer tienen la misma dignidad, plantean a la Iglesia profundas preguntas que la desafían y que no se pueden eludir superficialmente». Como también añadía Francisco desde el prólogo del libro Diez cosas que el papa propone a las mujeres, de María Teresa Compte Grau, lo siguiente: «Me preocupa que siga persistiendo cierta mentalidad machista, incluso en las sociedades más avanzadas, en las que se consuman actos de violencia contra la mujer, convirtiéndola en objeto de maltrato, de trata y de lucro, así como de explotación en la publicidad y en la industria del consumo y de la diversión. Me preocupa igualmente que, en la propia Iglesia, el papel de servicio al que todo cristiano está llamado se deslice, en el caso de la mujer, algunas veces, hacia papeles más bien de servidumbre que de verdadero servicio». Tampoco San Francisco de Asís, ni siquiera desde las lejanías de su siglo, es sospechoso de relegar a la mujer a las esquinas. Hablamos de un santo que tuvo la clarividencia de, en el marco de una vocación conjunta, inspirar no sólo la Orden de Frailes Menores para los hombres y la de las Clarisas para las mujeres, sino, además, iluminar el afloramiento de una tercera Orden, hoy Orden Franciscana Secular, a los fines de acoger en su seno a todos los seglares, hombres y mujeres, que quisieran abrazar el carisma del santo. Unas realidades e inercias, las de los dos Franciscos, que tampoco extrañan habida cuenta de las indiscutibles hazañas que las Sagradas Escrituras nos regalan desde la realidad de la mujer. Tal es el caso, por ejemplo, de Judith, que, por propia iniciativa y frente a la opinión de los jefes del pueblo, consigue liberar a Israel del asedio sufrido por el ejército asirio dando muerte al general Holofernes. O Débora, única jueza que lo fue de Israel y que impulsó y acompañó a Barac a presentar batalla frente a los cananeos. Por no hablar, ya conclusivamente y para cerrar, del testimonio de María, mujer, madre y creyente, que cuando la gran mayoría de los hombres se dispersaron, se mantuvo presente, firme y nominada en el más oscuro y aciago de los momentos, sin temor alguno a las represalias judías del masculino Sanedrín o a las de mil legiones romanas capitaneadas por hombres.