Los políticos llevan demasiados años haciendo montañas de un grano de arena, tantos, que una extensa sierra recorre la península de punta a punta dividiéndola en una frontera imaginaria de conflictos y dilemas que se han ido inflando desde un lado y otro de la cordillera. Acostumbrados como estaban a convertir un desacuerdo en disputa, una disputa en pelea y una pelea en dilema y a alargar eternamente los problemas y colgarse de ellos como de lianas para saltar de puesto en puesto, de concejal a alcalde, de alcalde a ministro, de ministro a presidente y en una última acrobacia y pirueta inverosímil de responsable público a consejero privado para alguna de las empresas que tan bien cuidaron, se les hace ahora difícil -por no decir imposible- gestionar un problema que no han generado ni promovido ellos, un problema real que ninguno esperaba ni vio venir, y les pilló a todos con el pie cambiado haciéndose la trabanqueta ¿Cómo iban de repente a cambiar la inercia que llevaban y ponerse a resolver lo que amenaza si han aprendido durante tanto tiempo a convivir con los problemas y, lo que es peor, a vivir de ellos?

Igual que sucedió con la reciente crisis económica, los políticos vieron en el golpe que nos asestaba el virus la oportunidad de golpear con él al contrincante y echar la culpa de todo lo que se lleva por delante. Y así estamos, aislados y desasistidos a un lado y otro de las montañas que levantaron de la nada, montañas por las que escalan al poder que ostentan, porque no saben estar a la altura en lo llano, en la vida cotidiana, gestionando pormenores, facilitando la vida a sus votantes, eso les volvería invisibles y quieren hacerse ver a toda costa, aunque para ello nos tengan que volver a todos ciegos a fuerza de clavarnos el odio en los ojos, el virus más peligroso.