Del mismo modo que el mundo precisa una vacuna, de tanto en tanto precisa también un himno. «Yo sé un himno gigante y extraño/ que anuncia en la noche del alma una aurora», dijo Gustavo Adolfo Bécquer, a quien solo se cita ya de primavera en primavera a cuenta de sus golondrinas.

Pero todos deberíamos saber un himno así, uno que nos despojase del miedo, de la angustia, y alumbrase una realidad más navegable. Y del mismo modo que nos preguntamos dónde están los científicos y los políticos y volvemos hacia ellos la mirada exigiendo una solución y una salida, deberíamos también preguntarnos dónde quedan los soñadores, la gente que construye himnos que son mapas, brújulas, flechas que señalan el camino. Sí, ya sé que hablo de utopías, pero ya Eduardo Galeano demostró su utilidad cuando se preguntó y respondió para qué servían las utopías: «La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar».

También los himnos sirven para eso (los himnos son la música y la letra de la utopía), para buscar y encontrar la vacuna que precisa el mundo. Un hombre imagina un himno. El hombre escribe un himno y ese himno es una voz en la historia, un eco sobre el que se debería fundar el futuro. Un hombre imagina un himno en el que imagina el mundo que querría, y aunque no llega a verlo porque las palabras no pudieron parar las balas de la locura y la vida tuvo prisa en cobrarle el alto peaje de soñar, el himno sigue adelante, hacia el horizonte.

Hoy imagino que no mataron al hombre que imaginó el himno y que lo canta con su piano blanco. Será porque a mí me gustaba el mundo que imaginaba el hombre que imaginó el himno y no me gusta casi nada el que nos está quedando. Y porque sigo pensando que aquel mundo es posible y necesario. Quizás será porque soy un soñador, pero también es posible que no sea el único. Por eso hoy imagino que no hay enfermedad, que la gente camina por la calle a cara descubierta, devolviendo sonrisas. Que no nos tienen que prometer el paraíso y tampoco asustar con el infierno porque no lo necesitamos, solo cielo arriba y suelo abajo. Y también imagino que no hay hambre, ni codicia, que no levantamos muros para que no pase nadie porque compartimos el mundo.

Hoy imagino que un hombre imagina un himno y que ese hombre hubiera cumplido ochenta años.