Cuando en el año 1021 A.D. nació en Málaga un niño judío, Salomón Ibn Gabirol, el Avicebrom, que después nombrarían los cristianos, seguramente en alguna de las callejas que componían la judería, muy cerca del últimamente tan mencionado solar del Astoria, también ya correteaban otros niños musulmanes por las callejuelas del arrabal de Al Attabanim, fuera de la medina, al otro lado del Guadal Medina, 'el río de la ciudad', el conjunto de asombrosas ruinas arqueológicas que dormían su sueño eterno delante del Corte Inglés y que han sido bruscamente despertadas y removidas por el estruendoso ruido del progreso. Ese niño era hijo de una familia cordobesa, que había llegado a Málaga huyendo del derrumbamiento del Califato de Córdoba, como otras muchas familias musulmanas y judías lo hicieron, escapando de la violencia de sangre y fuego que abatió la luz del faro de la cultura de occidente. Ese niño, que sería débil y enfermizo toda su vida, pero una de las mayores glorias de la poesía y la filosofía europeas, «poeta entre los filósofos y filósofo entre los poetas», que diría de él Heinrich Heine, es prácticamente desconocido entre sus conciudadanos, aunque el siempre firmó sus obras con el apelativo de 'al malaquí', el malagueño. Ese niño seguramente jugaría por los callejones de la Judería, quien sabe si por las gradas del Teatro Romano, que posiblemente aun estaría abierto al cielo, a los pies de las murallas de la Alcazaba por las que vería pasear a los centinelas que vigilaban el castillo de la dinastía Hamudí, erigidos en reyes taifas de Málaga, en los ratos libres en los que no estaba en la sinagoga aprendiendo de memoria miles de versículos de los textos bíblicos sagrados, en los que llegaría a ser el más grande de los expertos. Y a ratos escaparía con otros chicos también judíos con su kipá, a jugar fuera de las murallas y de la Puerta de Granada, en la explanada que hoy ocupa la plaza de la Merced, donde bajo un obelisco reposan los restos de patriotas españoles y un rubio muchacho irlandés, que murieron luchando por la libertad de Sefarad muchos siglos después, y por donde novecientos años más tarde también corretearía un chico, Pablo, de ojos profundos y redondos, que revolucionaría el arte clásico a brochazo limpio con su potente brazo y por donde también poco después subiría al imponente monte un chico grácil de ojos profundamente azules, Vicente, para contemplar el paraíso desde su atalaya y soñar versos aéreos. Esta es la grandeza de la Historia, la columna vertebral de un pueblo, el eje sobre el que gira la vida y la civilización, mientras haya niños que jueguen y rían sin saber que llevan un genio dentro de sí. Y esa es la grandeza que no puede tocarse, ni mancharse, porque con determinadas cosas, que son puras y sagradas, no puede jugarse. De la misma manera que Abusaid escribió desde Granada «a Málaga tampoco mi corazón olvida», el año próximo vamos a recordar y no olvidar los mil años que han transcurrido desde que nació ese sabio maestro que fue Ibn Gabirol, cuya estatua errónea, sin pedestal, parece deambular entre las mesas del Pimpi, como un mendigo pidiendo limosna a los guiris, que ya no vienen en este tiempo sucio y amargo que el destino nos ha traído. Y digo errónea a la estatua, porque Gabirol, que siempre fue enfermo y pobre -parece ser que murió muy joven en Valencia con treinta y siete años, aunque hay quienes se empeñan en alargar su vida hasta los cuarenta y siete- nunca pudo tener ese aspecto de asceta senil, por una simple cuestión de edad, aunque hay algo de belleza en ello. Es la imagen de la mística española de San Juan de la Cruz y Fray Luis y Santa Teresa, pero también de los defensores de Dios, de San Javier y San Ignacio de Loyola, el rostro enjuto y demacrado de los apóstoles del Greco, de los San Jerónimo de Ribera, de los ojos acuosos mirando al cielo, pero también la serena gravedad y elegancia mísera del Caballero de la mano en el pecho, o de cualquier personaje de la austera corte Austria, deambulando por los pasillos del viejo Alcázar de Madrid o en la biblioteca del Escorial, buscando un ejemplar de la Corona real, la magna obra escrita en árabe por un insigne judío llamado Ibn Gabirol. Aquí están Américo Castro y Sánchez Albornoz y Gómez Moreno entre las piedras de las ruinas romanas y el judaísmo y el árabe y todos los demás que se han pasado la vida hablando del ser de España y estudiando el alma de España, incluido el gran Joseph Pérez, otro gran judío enamorado de Sefarad que acaba de dejarnos para siempre, la España que hoy celebra amordazada su Fiesta Nacional, de la cual reniegan analfabetos arribistas, ignorantes indigenistas, mercaderes vividores, charnegos colonizados y norteños sin romanizar.

Ibn Gabirol adolescente marcha a Zaragoza con sus padres y ya nunca regresará a Málaga y pronto quedara huérfano, pobre y solo. Lo menos importante es recordar ahora todas las vicisitudes de su corta vida, hacer la descripción de todas sus miserias y soledades, que encubrían una mente gloriosa. En el Fons vitae, de la que tanto uso hicieron y con tanto ardor defendieron los franciscanos frente a la tropa dominica, está ya presente la Escuela de Traductores de Toledo dos siglos antes de existir, al tratarse de la traducción al latín de una obra hebrea, escrita en árabe por un judío. Debemos sentirnos orgullosos como españoles de que en Italia en el XVI nos bautizaran como 'marrani', porque no es algo peyorativo, a pesar de la intención. Somos gloriosamente mestizos, como haremos siglos después en los virreinatos americanos. Gloriosamente mestizos, porque hemos recogido y asimilado lo mejor de las tres religiones del Libro y de todo el saber griego y oriental que entró en Europa por España, no por ningún otro sitio. La bellísima Corona del Reino, impresionante canto a la esencia divina, el Libro de la corrección de los caracteres, en la misma línea moralizante de Las Moradas de Santa Teresa, esa es la estela de luz que deja Gabirol de su paso por este mundo. Literatura moralizante, neoplatonismo puro, canto de la gloria y la unicidad de Dios, que recordé al contemplar la cúpula del mihrab de la Mezquita de Córdoba, en la que se encierra el misterio del vacío de Dios. Es una literatura de una altura filosófica, poética y espiritual, que alcanza cotas de una altura prodigiosa. Estamos en plena Edad de Oro de la literatura arábigo-hebrea-española: El Uno, Yo soy, la literatura de la luz y de las tinieblas, la oscuridad, la pasión versus la acción, la quietud absoluta, la palabra, el silencio. Esos son los ejes sobre los que pivota la obra de Ibn Gabirol.

En su desesperación escribe «Enterrado estoy, pero en un desierto. Mi casa es mi ataúd». Su casa era su cuerpo del que no podía desprenderse en su afán de alcanzar la anulación divina. Probablemente la Cábala sea hija del pensamiento de Ibn Gabirol, en el que se mezclan lo sagrado de las tradiciones hebraicas y el conocimiento árabe, la filosofía y la matemática griega, la astronomía y toda clase de conocimientos astrológicos y esotéricos. Y como todos los grandes poetas de su época cultivan la poesía homoerótica, tan cercana también con algunos místicos españoles, presente hasta en el rompimiento de gloria del Transparente de la Catedral Primada de Toledo, en el que sobrevuelan, o se desploman ángeles adolescentes en una confusa y alegre algarabía. Los grandes místicos españoles, todos ellos hijos, o nietos de judíos conversos, extraen sus imágenes e ideales transfigurados de la propia Cábala con las aportaciones de los padres de la Iglesia.

Hay un momento de especial belleza y misterio en la obra de Ibn Gabirol. En la última fase de su vida pasa una larga estancia en Granada donde entabla estrecha amistad con Joseph Ibn Nagrella, visir del rey zirí Badis, judío como él y asesinado junto con cuatro mil judíos más en un pogromo, a pesar de la leyenda de la tolerancia de la España musulmana. Posiblemente el inspirador de la fuente del Patio de los Leones y de todo el bosque de gráciles columnas que lo rodean. Gabirol cambia «el mar de Salomón sobre bueyes» y escribe:

«Hay un estanque rebosante, parecido al mar de Salomón,Aunque no descansa sobre toros.La actitud de los leones en su orillaEs como la de cachorros rugiendo la presa,Derraman sus entrañas como manantiales,Vierten agua por sus bocas como ríos».

Cuando la vida de Ibn Gabirol llegó a su fin, después de tanto vagar por las taifas de España -extraña afición de nuestra gente a este tipo de fragmentación política- desde Zaragoza a Granada y de allí a Valencia, fue enterrado bajo una higuera desconocida en territorio ignorado. Y esa higuera dio sus frutos más dulces desde entonces. Nada nos cuesta soñar que es la higuera milenaria de la blanca plaza de su nombre tras el Museo Picasso. ¿Quién sabe?