Lo de mezclar por mezclar, mire usted, mejor lo pensamos. Porque si algo tengo claro, entre muy poquitas cosas, es que para sacar matrícula de honor en el arte de la combinatoria hay que generar un resultado digno del esfuerzo. Normalmente, los grandes logros de lo híbrido acontecen en el campo de lo cultural y lo antropológico. En ocasiones, simplemente, el juego de probetas emerge para justificar el postureo social. Tal es el caso, por ejemplo de las ginebras que saben a frutas. Porque bien me diera la sensación, sin pararme a pensarlo mucho, de que si uno tiene necesidad de alternar y posar en barras de ocio con un gin-tonic que contenga trazas de fresita, igual es porque no le gusta el sabor de la ginebra. Pida usted otra cosa, comadre. Y así, por los mismos vericuetos, uno se encuentra cervezas al Pedro Ximénez, morcillas achorizadas y chorizos amorcillados que venden sus sabores y texturas originales a cambio de las de otros productos que las protagonizan por naturaleza propia y que dan lugar a que uno se pregunte con sumo desconcierto: ¿resulta necesario? En tales ocasiones, se me antoja preferible apostar por la idiosincrasia de lo puro, lo auténtico, por el líquido que sabe a cerveza cuando uno tiene gana de refrescarse el gaznate con un lingotazo de algo que, además de llamarse cerveza, sepa a cerveza y no a otra cosa. En el ámbito de lo espiritual, de lo religioso, ocurre exactamente lo mismo. Las corrientes buenistas del todo vale, tan temerosas ellas de ser tachadas de intolerantes, promueven hacia otros el daño que pretenden evitar para sí y ya lo mismo da que San Pablo sujete la Biblia o el Corán mientras rezamos a Yahvé, Mefisto, Buda o Cristo, que cantaba Sabina. Una espiritualidad desde la que se nos vende que todos posamos los ojos en lo mismo cuando oramos. Una espiritualidad en la que, si uno se embute, al final, pierde toda noción de autenticidad y acaba alzando la mirada a los cielos para vislumbrar la nada más absoluta. Sin embargo, el cóctel de lo cultural sí que ha supuesto, a lo largo de la escala de los siglos, multitud de bendiciones. Porque si bien es cierto, por ejemplo, que a la Corona de España se le endiña la tan renombrada leyenda negra de la conquista de América, también es justo añadir que, en aquella trama histórica tan compleja, los colonos acababan casándose con mujeres indígenas y esclavas africanas, dando lugar, como hoy vemos, a la gran belleza antropológica de lo mulato, de lo mestizo. No se puede decir lo mismo de lo que, algo más arriba, ocurrió con los colonos ingleses, holandeses y franceses, que irrumpieron en América del Norte expulsando a los indígenas para imponer su propia y pura repoblación desde una nítida separación racial y de clases. Actitudes históricas tan diferentes que, sin embargo, el cine se ha dedicado subliminalmente a confundir condenando el mal del sur y haciendo la vista gorda frente al del norte. Y así, cuando uno ve 'La misión', por ejemplo, los conquistadores son de la piel de Barrabás; mientras que si es el Séptimo de Caballería el que arrasa con los indios en el celuloide es porque estos últimos eran más malos que la tiña. Incongruencias, ya ven, como las que hoy en día se generan en el ámbito de lo político: un foro donde las compañías de cama que se mercadean a cambio de un puñado de escaños son más extrañas aún que las que afloraban en las sorpresivas madrugadas de aquellos tiempos en los que aún podíamos salir sin reloj a tomarnos un gin-tonic entre besos, abrazos y palmadas en la espalda, supiera el gin a fresa, a ginebra o a lo que Dios quisiera que supiese. Y es que en la ideología de lo político no cabe lo híbrido si es a costa de la propia dignidad, del desdecirse y de los ridículos que crea la hemeroteca, que más que dar vergüenza a sus causantes, pareciera que los adormeciera en la insólita indolencia que crea jetas de cemento armado. Por lo demás, fuera de esto, me quedo con lo híbrido, con lo mestizo, con Halle Berry, con la pastela moruna y con Bebo y el Cigala, que qué arte que tienen.