Se me ha revuelto la memoria. Mi primo Honorino me ha hecho llegar por Whatsapp un documento histórico. Histórico para la familia. En la casa del abuelo ha aparecido, 86 años después, un certificado de la Escuela de Capataces de Mieres. El modesto diploma hace constar que José Laviana Rodríguez, tras la realización del curso correspondiente, "es apto para el desempeño del cargo de vigilante minero". Aparte de un par de fotos desvaídas y las historias que se le escapaban a mi padre, este legajo es la única constancia de su existencia que el abuelo dejó en su breve paso por la vida, apenas 48 años. Se me ha revuelto la memoria porque el dichoso título marcó el devenir de la familia. La fecha de su expedición, leída ahora, no auguraba nada nuevo: 13 de junio de 1934. El ascenso debería haber supuesto un motivo de regocijo, un estímulo profesional a sus ya 38 años, o un desahogo para la crianza de sus seis hijos, de los que mi padre era el mayor con 14. Pero no fue así. Apenas cuatro meses después, en octubre del 34, estallaba lo que se iba a conocer como la revolución de Asturias. Su vida cambió para siempre. Comenzaron los problemas para Pepe Temprana, así conocido por el nombre de un prado inclinado al que daba el sol muy de mañana. Era republicano, fiel votante de los radicales del bamboleante Alejandro Lerroux, al que se culpaba de provocar el estallido revolucionario por incluir en su gobierno a ministros de la CEDA. El valle, conocido como la pequeña Rusia, se convirtió en un fortín comunista. Se aplicaron medidas importadas de la entonces joven Unión Soviética, como el control por parte de los obreros de las unidades de producción. Los títulos de los esbirros del capital -hasta el insignificante de vigilante- mudaron en papel mojado cuando no en prueba criminal de explotador. No sólo desposeyeron a Temprana de su cargo, sino que lo mandaron a casa, sin empleo y a malvivir con lo que arrancaba en la huerta. Pepe, visto lo visto, cambió de actitud hacia aquella República por la que se sentía maltratado, según relataron después sus hijos. Hasta el punto de que cuando estalló la guerra, dos años después, instigó a su hijo mayor, ya con 16, a fugarse para no ser llamado a filas. El chaval prófugo, desertor, se escondió en los montes del vecino concejo de Nava, hasta que en 1937 los nacionales entraron en Asturias. De nuevo fue llamado a filas, esta vez por los sublevados, y se incorporó con 18 años a la llamada quinta del biberón. Luchó con los italianos en el Ebro y participó en la ocupación de Barcelona. Hasta que una tuberculosis le postró durante meses en un hospital de Palencia, regentado por unas monjas que, según su propio recuerdo, le salvaron la vida. Allí vivió ajeno al final de la guerra y a la primera posguerra hasta que la enfermedad remitió y pudo volver a casa. Llegó a tiempo para ver cómo, ante el asombre de la familia, los fugados dormían en la cuadra por las noches, se alimentaban, descansaban y, a veces, hasta tomaban prestado un caballo. Nunca los denunciaron; al fin y al cabo, eran vecinos. Había un pacto según el cual los guerrilleros no tocaban a la familia y la familia no los denunciaba. Ignoro si unos y otros respetaban el acuerdo por solidaridad de buenos samaritanos o por miedo. Mi padre era, como Unamuno, de los que presumían de tener "tan buena memoria, como buen olvido". Estos pequeños detalles hubo que arrancárselos con fórceps. Hizo excepciones como mostrarnos a sus hijos el funesto Pozo Funeres y nos habló de las salvajadas cometidas en aquella época. Su única obsesión era que nosotros no viviéramos nada parecido. Incluso mantuvo escondido durante años el diario que había llevado durante la guerra. Cuando, a su muerte, fui a buscar su memoria de aquellos días, no la encontré. La había destruido junto con todo aquello que pudiera recordar los tiempos duros. Y usted dirá, con razón, qué me importan a mí lo que está en su memoria, sus recuerdos. Cada uno tiene los suyos y todos difieren entre sí. Es imposible construir una memoria colectiva a base de evocaciones y mucho menos una memoria oficial. Que los historiadores hagan su trabajo libremente, sin imposiciones, y que los niños lo estudien en el colegio. Remover hoy los rencores es un viaje en el tiempo tan largo como si, en las disputas del 36 se hubieran esgrimido los agravios, cien años atrás, de la primera guerra carlista (1833-1840), nuestra primera guerra civil, que se saldó con 135.000 muertos. No sé si mi padre y mi abuelo fueron unos fachas o unos supervivientes en una situación difícil, No seré yo quien les juzgue. Sus vidas se quedan en mi memoria y en la de mi familia, pero nunca se me ocurriría elevarlas a la categoría de históricas. Porque lo malo que tiene la memoria, como escribía Anaïs Nin -obsesionada con atrapar la historia en sus diarios-, es ser "una gran traidora".