Este puñetero otoño, tan melancólico como todos y encima teñido de pandemia, también nos regala mañanas y noches la mar de brillantes. La gélida madrugada en la Serranía rondeña, por ejemplo, nos abría un firmamento en el que Marte luce como nunca, más cerca de la Tierra en este veinte veinte del calendario occidental. Dio paso entonces a un domingo radiante, al que no le hizo falta bálsamo para aliviar las penas de tanta muerte en silencio. Porque qué poco ruido hacen nuestros mayores en esas residencias asoladas por el virus.

Este undécimo día del décimo mes apuntaba maneras desde temprano, ilusionados con la posibilidad de que el Rey de la Tierra tenística, Rafael Nadal, conquistara una nueva Copa de los Mosqueteros. En este atípico Roland Garros otoñal, el mallorquín se plantaba en la final sin haber cedido un solo set, a diferencia del serbio Novak Djokovic.

Sin embargo, la soleada matinal que disfrutábamos a 1.800 kilómetros de distancia contrastaba con la lluvia que obligó a techar la arena parisina. Fue el único imprevisto antes de que irrumpieran sobre ella los dos colosos llamados a relevar a Roger Federer como el tenista con más torneos grandes de la historia. Y así comenzó en plena sobremesa un duelo más que repetido y que en arcilla siempre ha tenido a un protagonista más que favorito.

La final más esperada en años, con esa posibilidad de que el español conquistara su vigésimo Grand Slam e igualara así el palmarés más lustroso del campeón suizo, tuvo poco relato. No hubo esta vez que apelar a la épica de otras tardes, debido a que Djokovic fue incapaz de anotarse siquiera un juego durante la primera manga. De hecho, sólo tuvo mínimas opciones de plantarle cara a Nadal cuando el manacorí ya tenía dos sets en el bolsillo y más de medio título sobre sus hombros.

Fue un triunfo inapelable. Y volvió a sonar el himno español en París, como en la docena de veces anteriores o igual que durante los cinco años seguidos en los que a Miguel Indurain no hubiese quien le tosiera en el Tour. Nadal entonces hizo de Nadal. Elogió la figura de un Djokovic que seguirá hoy como número 1 en la clasificación ATP, como el mejor tenista actual, en base a los puntos cosechados en el último año, y no olvidó a quienes le rodean y durante dos décadas han vibrado con sus victorias. Sus lágrimas estaban impregnadas de emoción, así como del dolor por ese millón de fallecidos con coronavirus que ya acumula el planeta.

Las alegrías deportivas en esta segunda ola que nos depara la enfermedad del Covid-19 son excelentes bálsamos. Suponen una medicina añadida a esos sonidos celestiales, en forma de música, que tanto han hecho por la salud colectiva durante el confinamiento. Es cierto que podemos presumir de miles y miles de héroes silenciosos. Esos otros doblan turnos para aliviar las unidades de cuidados intensivos o velan por la seguridad ciudadana. Pero gigantes como Nadal sólo irrumpen una vez en la vida y, sin ellos, algunas de nuestras remontadas serían mucho más difíciles.