"Madrid no debe estar en alarma. Si no es libre, no será Madrid", proclamó el otro día, en el tono rebelde que le conocemos, la presidenta de esa comunidad, Isabel Díaz Ayuso. El problema de los neoliberales como ella y sus mentores como Aznar o Esperanza Aguirre es que tienen un concepto muy egoísta y por tanto insolidario de la libertad.

La libertad del individuo es efectivamente un bien preciado, que hay que defender frente a eventuales tentaciones autócratas de los gobernantes, pero tiene también sus límites, que están en la responsabilidad que la persona que vive en comunidad tiene hacia todos los demás ciudadanos.

La libertad de fumar, por ejemplo, no autoriza a quien tiene ese vicio a dañar la salud de otros en espacios cerrados; la de circular por una autopista está sometida también a reglas a fin de evitar accidentes, como debe estar también la libertad de contaminar de la industria.

La libertad conlleva responsabilidad y obliga a respetar los derechos de los demás. Y entre éstos está por encima de todos el derecho a la salud y a la vida. La libertad sin límites es la ley de la jungla, la ley del más fuerte: puro darwinismo social.

Es por ello obligación de cualquier gobierno democrático definir y hacer cumplir las reglas que hacen posible el máximo ejercicio de la libertad individual siempre que ello no suponga menoscabo de esos otros derechos básicos.

Últimamente asistimos en este país y sobre todo en 'la España dentro de España', como, en su delirio centralista, definió Ayuso a la comunidad que preside, a un obsceno espectáculo en el que lo que menos parece importar la lucha contra una pandemia que, como su propio nombre indica, es global.

Una pandemia causada por un virus cuyo errático comportamiento causa todavía perplejidad en la comunidad científica, lo que hace esa lucha mucho más compleja, sobre todo cuando, como ocurre aquí, por parte de algunos se trata sobre todo de desgastar a un Gobierno que, desde que comenzó su andadura, se han empeñado en deslegitimar e intentar tumbar.

En la pelea política en torno a las medidas adoptadas por el Gobierno central para tratar de frenar el avance del virus, que han derivado en el confinamiento perimetral de la Comunidad de Madrid, da la impresión de que lo que más preocupaba a la líder del PP era que se limitase la libertad de los vecinos de los barrios y pueblos ricos de acudir a sus segundas residencias, aprovechando el último puente.

Podía limitarse la movilidad, como de hecho hizo la propia Comunidad, de los vecinos de los barrios y poblaciones del Sur porque son lógicamente, dadas sus condiciones de vida y laborales, los más afectados por el virus, pero había que respetar el sacrosanto derecho a ir donde les viniese en gana a quienes viven en los lugares de rentas más altas.

En lugar de cumplir sus compromisos de reforzar la sanidad primaria, contratando a más médicos, de hacer más tests y reclutar a más rastreadores para que sigan las cadenas de contagio, la presidenta de la Comunidad se dedica a despotricar contra las medidas a las que su absurda rebeldía ha obligado a adoptar al Gobierno central y a anunciar que cada día que pase volverá a exigir su retirada.

La trifulca a la que asistimos atónitos cuantos nacimos y vivimos todo o parte del año en Madrid es algo que no nos merecemos, ni se merece tampoco el resto de los ciudadanos de este país, que, a menos que lleven anteojeras ideológicas, no pueden sino asombrarse de que la lucha que, ayudados siempre por los expertos, llevan a cabo los gobiernos de todo el mundo contra el nuevo coronavirus haya degenerado allí en una algarabía que sólo induce al desánimo y a la antipolítica.