"La gran lección es que hay que reforzar el sistema nacional de salud", dijo el otro día el ministro socialista Salvador Illa, un ministro al que, en su irresponsable uso como arma política tanto de la pandemia como del complejo conflicto catalán, la derecha acusa de estar sólo haciendo campaña para presentarse a las elecciones en esa región de España. Las palabras del ministro son en cualquier caso una obviedad en vista de la falta de preparación demostrada hasta ahora por nuestro sistema de salud para hacer frente a una pandemia como la de ese virus tan imprevisible y enigmático que es el Covid-19.

Con los centros de salud primaria colapsados, los enfermos de otras patologías desatendidos, obligados los ciudadanos a solicitar, cuando consiguen contactar con esos centros, una cita exclusivamente telefónica, no puede este país presumir, como hacía, de tener la mejor sanidad del mundo.

Y no me refiero, por supuesto, a los profesionales, que son tan buenos, si no, en muchos casos mejores, que los de otros países, sino al sistema público del que forman parte y que les tiene en muchos casos abandonados.

No hay más que escuchar las quejas de médicos y del resto del personal sanitario: la falta de profesionales que ha puesto escandalosamente de manifiesto la pandemia los obliga a atender a un número exagerado de pacientes al día sin poder prestarles la atención debida.

Recientemente acudí en Berlín, haciendo uso de mi tarjeta sanitaria europea, a un médico de familia: solicité la cita telefónicamente y la obtuve al día siguiente. Me recibió a la hora convenida. Resultó ser además un internista, que se tomó conmigo el tiempo necesario. Así es como debería funcionar también la sanidad pública entre nosotros.

Y si no lo hace es porque faltan claramente médicos y enfermeras, muchos de los cuales se ven obligados, nada más acabar la carrera, a emigrar a otros países, sobre todo Irlanda, Alemania o el Reino Unido, porque aquí no encontraron trabajo o si, por suerte, lo encontraron fue sólo precario y mal pagado.

Un vecino patólogo de Madrid que trabaja en un hospital público y con quien hablé el otro día de la crisis me contó que muchos de sus compañeros se van todos los años un par de meses a Inglaterra donde ganan prácticamente lo mismo que durante todo el año en nuestro país.

¡Qué enorme despilfarro de talentos y energía representa un sistema por el cual otros países se aprovechan desde el primer momento del talento de un personal sanitario formado aquí gracias a los impuestos que pagamos todos los españoles!

El deterioro de nuestra sanidad pública es algo a lo que asistimos aquí desde hace años, un deterioro por cierto provocado por los intereses de partidos que mientras detraen fondos del sistema nacional hacen todo lo posible por favorecer a la sanidad privada. Es lo mismo que ocurre con la educación, otro pilar básico de la sociedad.

Uno escucha por radio o lee en la prensa cada vez más los anuncios que hacen las aseguradoras privadas, aprovechando precisamente esas deficiencias. Y así, mientras aumenta la precariedad laboral y crece con ellas el desempleo, vemos cómo va creciendo un sector de la sanidad, el privado, que sólo algunos ciudadanos pueden permitirse.

Sólo cabe esperar que el Gobierno de coalición de izquierdas acierte, según se ha comprometido, en destinar a inversión en sanidad, educación y política social la parte del león de ese maná monetario que se nos ha prometido desde la UE.

Sin un sistema educativo y de formación profesional fuertes, sin un potente sistema de salud que preste especial atención a la medicina preventiva, todavía muy deficiente aquí- no hay economía que funcione. Ésa si es la principal lección de esta pandemia que tiene incluso a los científicos de todo el mundo totalmente perplejos.