Tras la inyección, una solución intravenosa, un silencio, tiempo para revisar Twitter, o cruzar miradas de aprobación, alguna llamada breve, un silencio espeso que se disfruta porque este hombre no calla, casi una hora de tratamiento. Donald Trump se mete para el cuerpo un estupendo cóctel farmacológico, el famoso REGN-COV2, desarrollado por Regeneron, una party de antivirales que está en etapa experimental. Uno de los médicos hace un gesto como de final de partido, y después el grito sordo del presidente, entre Ignatius o Freud, que da mucha vergüenza: 'Yeahhh€'

Ya lo dijo, hace años, Bernard-Henri Lévy, el escritor y filósofo francés, el turista del desastre por excelencia, cuando pronosticó que «junto a Berlusconi, Putin o los Le pen, el (por entonces) candidato republicano, Donald Trump representa una nueva Internacional, no del comunismo, sino de la vulgaridad y la ostentación». Cuatro años después, seguimos en lo mismo, o sea, seguimos mucho peor.

Porque Donald Trump ha convertido en norma un modelo bizarro de hacer política, el todo vale, la última extravagancia, un comportamiento a ratos surrealista, ofensivo, hortera, el brochazo descarado sobre la línea gruesa, el disparate o el bajonazo... Lo cutre elevado a la enésima potencia y en horario de máxima audiencia. Trump que, como escribió Basset parece el gato sonriente de Alicia, ha normalizado la mala política, entre el populismo, lo burlesco y el insulto. (Ese gato, ojo, que puede desvanecerse y dejar como único rastro su sonrisa.)

Y es que cuando la vulgaridad y la mentira se hacen naturales y están automatizadas por la gran mayoría, se termina produciendo un estado de catatonía, de parálisis generalizada, como si fuésemos un ejército de zombies en medio de una gran ceremonia de la confusión, vamos un desastre. Cuando todos los días un mono te golpean con un palo entiendes que el palo es la rutina, incluso puede que llegues a pensar que es tu amigo, el mono digo, no el palo, y ahí estamos.

Tras cuatro años de delirio y compost trumpista, este hacer una cosa y la contraria, a golpe de tweet desvelado de madrugada, lo rancio y lo peligroso comienza a ser de lo más normal y, por lo tanto, ese comportamiento se convierte en un ejemplo para cualquier político, en verdad para cualquier ser humano, y su siguiente vulgaridad, la siguiente payasada o bulo se replica sin bochorno en cualquier parte del mundo. Lo más peligroso de Trump no es tanto su mala política, que eso es más debatible, sino haber convertido en real la ficción, en cotidiano la charlotada, la mentira, el golpe bajo, y hacerla parte del día a día hasta el punto de que nos hayamos acostumbrado.

Un ejemplo, esta semana: en el límite de la obscenidad, Trump reaparecía en campaña y celebraba un mitin masivo en Florida tras dar negativo en la prueba de la Covid-19. Once días después de anunciar que había contraído el coronavirus. Otra vez, el bailecito ridículo y el grito sordo a la masa: «Soy inmune al coronavirus, os besaría a todos», dice y vuelve a bailar, por favor que alguien le pare, y yo pienso que los que no somos inmunes somos nosotros y que toda esta mascarada nos va a salir muy caro.

La falta de respeto por lo más elemental, por la verdad, para empezar, nos lleva a un permanente ánimo de perplejidad y confusión. Este conflicto alimenta a ciertos líderes políticos en cualquier país, son los hijos de Trump, y nosotros, criaturas ingenuas, sólo miramos lo que brilla y lo que brilla coincide con lo que más ruido hace, con ese pegamento de las redes que nos atrapa, ese fango en el que estamos presos, la sonrisa del gato de Alicia. Los medios de comunicación, reconozcámoslo, tenemos mucha culpa y deberíamos hacérnoslo mirar.

Trump saludando desde la balconada de la Casa Blanca, quitándose la mascarilla, desafiante, y los hijos de Trump copiando la lección. Se trata de un modelo de trabajo programado y ejecutado concienzudamente. Nada es casual. Un diseño lineal con el objeto de que nos vayamos separando de lo público, de la política con mayúsculas, hasta terminar asqueados, desafectos, en el sálvese quien pueda, y así en medio del siguiente charco, un día te retiras a la vida privada, te arrinconas en otras cosas, porque estoy ya no tiene sentido, y dejas de luchar.

Lo explicaré de otra manera: hay cosas que son objetivamente mentira y objetivamente verdad. Los del laboratorio de periodismo de la Universidad de Harvard publicaron un gráfico que mostraba las interacciones que eran verdad y mentira durante las elecciones de los Estados Unidos de 2016. Al parecer, al principio de la carrera electoral ganaban las interacciones verdaderas pero a medida que avanzaba el tiempo los datos se volcaban y las interacciones que eran falsas vencían por goleada. Así funciona este tema.

La desconfianza en esta nueva política, el hartazgo generalizado, esta forma de fabricar y propagar la mentira y la exageración, en definitiva, nos lleva a un nuevo paradigma, tiempos líquidos donde se confunden los límites de la libertad de expresión, censura, sentencia y prensa, tiempos enconados donde todo cabe para ganar las siguientes elecciones, o tener un minuto de gloria, y donde los hijos de Trump han dejado de querer solucionar nuestros problemas sino mantener vivo el conflicto. Y en esas estamos. Mal.

Notas: 1. Aunque un mono, con un palo, se vista de seda, mono se queda.

2. Por cierto, fuera del miedo hace un sol magnífico.

3. Proverbio Plómez: Una zanahoria (Trump) parece fuerte pero ante el calor (una adversidad, ya veremos cuál) se debilita.