Aun con el ronco eco de los cañones rezumbando en los oídos de vencedores y vencidos tras la II Guerra Mundial allá por 1948 en una Europa devastada y desolada, hubo unos cuantos valientes en el Éste que paliaban su dolor y penumbras con el amor que procesaban por el fútbol. Primero surgió el «Wunderteam» de Meisl y Sindelar, que a pesar de jugar maravillosamente se toparía con las dictaduras de Hitler y Musolini impidiéndoles alcanzar la gloria. Aquel equipo desapareció de la faz de la tierra tras la contienda bélica y su relevo llegaría de la mano del fútbol magiar.

Muchos, buscaron el desconsuelo en el balón y los encuentros clandestinos estaban a la orden del día. El nacionalsocialismo había sido derrotado, pero el régimen severo comunista de la mayoría de países del Éste seguía gobernando con puño de hierro. A pesar de ello la cuna del fútbol mundial fijó su sede en Budapest, donde unos chavales jóvenes e intrépidos capaces de retar al más poderoso dictador, atisbaron un hilo de esperanza en torno a un esférico de cuero. Ferenc Puskás, Ladislao Kubala, Zoltán Czibor, Sándor Kocsis, Nándor Hidegkuti, Ferenc Szusza, József Bozsik y Gyula Grosics, un grupo de amigos que elevó al máximo exponente el lema de «La unión hace la Fuerza», se amotinaron en torno a él y le juraron fidelidad eterna.

Entre medias, Kubala harto ya de la precariedad que se vivía en su país decidió desertar en busca de una vida mejor, pero el resto no se atrevió a desafiar al régimen aunque más adelante Puskás y muchos otros seguirían sus pasos. Permanecieron unidos por amor al fútbol y por llevar el nombre de Hungría en su corazón allá por donde fuesen con la mayor dignidad posible, lo que dio origen con el paso de los años al famoso «Golden Team» (El Equipo de Oro), sobrenombre con el que se bautizó a aquella maravillosa generación dirigida por el gran Gusztáv Sebes, quién actuaba bajo las enseñanzas del inolvidable Jimmy Hogan.

De aquella unión surgieron grandes conquistas como la medalla de oro de las olimpiadas de Helsinki 1952, y sonadas victorias como la infringida al ego inglés en 1953 cuando en la Copa Dr. Gerö, -trofeo creado para la ocasión y que valdría a los británicos para sufrir su primera y más dolorosa derrota en casa por 3-6-, donde y para la eternidad quedará aquel mágico gol de «Pancho» Puskás que enmudecería a los más de 125000 espectadores que asistieron a Wembley. Meses después y en esta ocasión en Budapest, no contentos con la apabullante victoria de Londres, los magiares asestaron un demoledor 7-1 a los ingleses que supuso la mayor derrota de su historia. En apenas unos meses habían echado por tierra al mito británico de años. De aquel equipo se llegaría a decir que no era un deporte lo que practicaban sino la mayor y más romántica danza que jamás se haya «bailado» sobre un terreno de juego.

Pero las cumbres borrascosas como en toda historia de amor pasional, llegarían en su momento más álgido con el llamado «Milagro de Berna», cuando tras realizar una fase final del Mundial de Suiza 1954 inmaculada, los caprichos del destino quisieron privarles de la mayor gloria deportiva que pudiese alcanzar un futbolista, la de salir campeón del mundo. Tras deshacerse de Brasil y Uruguay por uno doble 4-2 respectivamente, Hungría se presentaban en la final como clara favorita ante una Alemania que había sucumbido en la fase preliminar a los encantos de Puskás y sus secuaces por un escalofriante 8-3.

El 4 de julio de 1954 al frente de cada una de sus comitivas como capitanes, Ferenc Puskás y Fritz Walter saltaban al Wankdorf Stadium para la disputa de la final quizá más desnivelada de la historia. Al minuto ocho de juego Hungría ya ganaba por 2-0 con goles del «Comandante Galopante» -como llamaban a Pancho en su país- y de Czibor. Los alemanes con el miedo en el cuerpo se vieron avasallados de una manera que todo hacía presagiar una nueva goleada. Todo iba según lo previsto, pero de forma repentina los germanos apelarían de orgullo y en diez minutos lograrían la igualada por medio de Morlock y Rahn.

Y cuando todo hacía presagiar que el partido llegaría a la prórroga, nuevamente Rahn llevaría el duelo a toda una nación como la húngara. Era el 3-2 y nadie podía creerlo. Por si todo aquello no resultaba ser lo suficientemente dramático, cuatro minutos después del gol teutón, Puskás de forma inverosímil anotaba el tanto del empate que devolvería el júbilo e ilusión a todo un país, pero de repente un silbato hizo temer lo peor€ Mr. Ling se apresuró a anularlo por fuera de juego haciéndose el silencio sepulcral en todo el estadio.

Hungría se quedaba sin el broche de oro a una trayectoria impecable. Aquello sumió en llanto desconsolado a todo un país, dolor del que jamás lograron reponerse. Pero para la historia y para los más románticos del fútbol, siempre nos quedará aquel maravilloso «Equipo de Oro» que tanto nos cautivó.