Si lo hubiera soñado, también me lo hubiera creído. Me costó más encajarlo en la vida real. El sensor abrió la puerta de entrada al detectar mi espigada silueta y, antes de que yo la cruzara, ya habían salido a saludarme variados estuches de mantecados precoces y numerosas cajas rojas, que custodiaban las porciones de chocolate como si fueran lingotes de oro.

Me sucedió hace ya unos días, pero la imagen sigue ahí incrustada en la alargada vitrina de las visiones traumáticas. Me ocurrió a principios de este mes de octubre y también todos los años anteriores por estas mismas fechas, aunque de esto último ya no me acuerdo. En mi casa insisten en que lo normal es que ya, a estas alturas del año, ciertas tradiciones azucaradas de diciembre se hayan anticipado un par de meses para seducirnos y pasar a la pantalla que castiga al olvido a los placeres efímeros del verano. Sin embargo, yo no doy mi brazo a torcer. En mi cabeza solo tiene cabida la certeza de que las fábricas de Estepa han trabajado a marchas forzadas para que no nos falte de nada en un hipotético confinamiento. El Covid tampoco le hace ascos a las fechas señaladas. Que le pregunten a la Semana Santa y a centenares de ferias o verbenas.

Sea lo que fuere, en los supermercados ya nos dan la bienvenida los lotes de productos navideños. Hay quien se toma la Navidad como si fuera una evaluación de todo un trimestre que tiene como meta el alumbrado de calle Larios. Con sus asignaturas y sus vigilantes catedráticos. Mientras escuchamos la voz en off de una concejala que promete un antídoto contra las aglomeraciones, los más disciplinados aspiran a sacar un sobresaliente en 'polvorones de noviembre' o en 'bombones otoñales'. Lo dicho: vivimos instalados en la agridulce alucinación de los mantecados precoces.