El naufragio del RMS Titanic el 12 de abril de 1912 legó un poderoso mito a nuestra época y algunas jugosas enseñanzas, además de llevarse con él al fondo del mar la confianza ciega en la técnica, el prestigio de la naviera White Star Line y la autoestima de los astilleros Harland and Wolff de Belfast, en los que fue construido. Su hundimiento supuso la confirmación, una vez más, de que la selección natural no premia a los más fuertes o a los altamente especializados, sino a los individuos que perseveran ante la incertidumbre, lo que también parece ser válido para los barcos; y es que solemos leer mal a Darwin.

Aunque quizá la enseñanza más conmovedora es la que aportan sus músicos, los siete integrantes de la orquesta de a bordo que siguieron tocando hasta el último momento: nos dicen que, cuando ya está todo perdido, lo único que nos queda es la dignidad. Los siete abnegados intérpretes perecieron ahogados, por lo que no contamos con su relato; aunque no consta -a la vista de los testimonios de los supervivientes- que hubiese discrepancias entre ellos acerca de las piezas que deberían sonar mientras se desencadenaba la tragedia. No sabemos qué habría sucedido si la orquesta hubiese estado integrada por españoles, pero nuestro refranero sí que recoge la expresión «todos vamos en el mismo barco» que simboliza el entrelazamiento que existe entre los destinos de todos los seres humanos; quizá habría que invocarlo ahora que el navío que nos lleva, y que parecía surcar aguas tranquilas de manera resuelta, ha chocado con un enorme iceberg. Si hemos de irnos todos de cabeza al abismo, al menos mantengamos la compostura. Se lo debemos a los músicos del Titanic.