Lunes. Doce de octubre. No sé si es una muy acertada anotación de diarista consignar que todos los lunes deberían ser fiesta. No crean. Hay no pocos partidarios de que fueran los viernes. No sé tampoco si conozco a alguna Pilar y eso me produce de repente un vacío. Sí, sí conozco. Alivio. La cantidad de gente que se empeña en decirnos que es monárquica o republicana sin tener en cuenta que nos importa poco lo que sean. Algo así, trufado con un taco, digo en Twitter. La cosa tiene un éxito moderado y mientras me llegan las notificaciones desayuno una magdalena de chocolate de buen tamaño, que para eso es fiesta. Aunque para fiesta, mejor festín, la que supone agarrar el taco de periódicos que ya hay sobre la mesa. Me salta bilis de una entrevista y voy a limpiarme con un columnista que siempre está de mal humor para abrevar finalmente en una jugosa crónica sobre la actualidad italiana. Habrá que celebrar la Hispanidad o lo que quiera que sea, en algún restaurante, dado que debo pasar la tarde en casa.

Martes. Me llega una misiva de un lector de Costa Rica sobre mi novela ‘El mago de Riga’. Y ya no puede uno acertar a hacer nada a derechas en esta jornada. Fantaseo sobre la magia de los libros, sus viajes y peripecias, los lectores lejanos. Mi libro en Costa Rica, tal vez en una biblioteca de una casa junto a la playa. Descansando tras un viaje transoceánico. Quién lo compraría. Dónde.

Miércoles. Alfredo Taján saca libro. ‘El retrato de Doris Day’ (Renacimiento). Jugoso, culto, distinto. Erudito. Piezas en las que el propio escritor es el protagonista. Me seduce especialmente el relato ‘Crimen en La Nogalera’. Y es que nunca sabe uno, hasta que lo comprueba, el mortífero poder de una Olivetti. No pocas de las obsesiones de Taján están aquí. Muchas de sus fascinaciones. Como la que ejerce sobre él la sangrienta señorona centroeuropea del XVII Erzsébeth Báthory, espeluznante personaje aficionada al deporte de desangrar jovencitas en su castillo.

Jueves. Entrevisto a Pedro Moreno Brenes, secretario del Ayuntamiento de Málaga. Hacía mucho que no veía a Brenes, al que encuentro optimista, delgado y cordial. Se las tuvo con Gil a los 26 años, cuando era secretario del Ayuntamiento marbellí; es profesor de Derecho y fue muchos años concejal y portavoz de Izquierda Unida. Me habla con orgullo de sus hijos, tres juristas. En un receso, Brenes me pregunta por el futuro de los periódicos. De noche, a solas, me pongo pesado conmigo mismo tratando de autoresponderme a esa pregunta.

Viernes. Me interno en un centro comercial. Viernes por la tarde. Ciudad dentro de la ciudad. Una señora rebusca en las ofertas de pantalones para caballeros, padres con sus hijos de la mano. Grupos de adolescentes que se arremolinan en una tienda de fundas para móviles. Cola en una hamburguesería. Merendaría patatas fritas pero no me compensa tener luego remordimientos. Tal vez otro articulista me atisbe y me confunda con un desocupado que mata el tiempo mirando escaparates y me meta en su columna. Pero yo no estoy desocupado. Estoy buscando una bicicleta. Todo padre que se precie compra alguna vez una bicicleta. Yo recuerdo la primera que tuve, que era azul y con la que me estampé un número razonable de veces. Luego tuve una de montaña, un capricho absurdo, bicicleta de montaña para transitar por el que entonces era mi barrio, un barrio en el confín de la ciudad, sin carril bici, ni aceras anchas, con toda mi adolescencia desparramándose por planicies de cemento. Los dependientes de la tienda en la que venden bicis no agobian. Pedaleo por la tarde sopesando si ahora entrar a la peluquería o al supermercado. La señora que rebuscaba pantalones lleva uno en una bolsa transparente. Gris.