La reciente emisión en Netflix de La maldición de Bly Manor nos vuelve a recordar a todos que, desde muy pequeños, pero quizá también desde los hemisferios de una serena madurez, senectud incluso, el tema de los fantasmas nunca ha sido, ni mucho menos, un capítulo cerrado. Y que sí, que usted podrá vaticinar en público una postura, más o menos modulada, descreída o no, sobre su existencia, pero, al final, es en mitad de las soledades flanqueadas por la noche y los crujidos de la umbría cuando uno, en su interior, sincera y verdaderamente se pronuncia. A fin de cuentas, ya refería Hamlet aquello de «hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que sueñas en tu Filosofía». Más allá de las leyendas urbanas y de las chicas de las curvas, más allá de las experiencias privadas que cada cual haya o no experimentado, lo cierto es que, además, sumado a lo anterior, cada región también es consciente de su particular casuística paranormal territorial. Unos acontecimientos o sucesos que no sólo corren de boca en boca en madrugadas titilantes de tormenta al amparo del sofá y la manta, sino que se investigan y se publicitan a través de rutas oficiales hasta que, sin darnos cuenta, enraízan en el acervo cultural comunitario. Málaga, por supuesto, no es ajena a dicha realidad, pues cuenta en su haber con las tramas de lo lúgubre que peregrinan por la escala de las décadas a lo largo de los pasillos del Cortijo Jurado o en las dependencias de la editorial Plaza & Janés de calle Císter, verbigracia. Pero por otro lado, ni que decir tiene que también pudiera ser más que interesante plantar sobre la mesa lo que la Iglesia considera acerca de estos sucesos. La respuesta, en cualquier caso, no es directa y, con referencias aquí y allá, se configura de manera compleja. Bien podemos partir de que la idea de estas improntas ya estaba presente en la cultura judía y en los apóstoles cuando, al caminar Jesús sobre las aguas, cita el Evangelio de Mateo, lo confundieron con un fantasma y se pusieron a gritar de miedo. Del mismo modo, el Evangelio de Lucas nos refiere por boca de Jesús que un fantasma o espíritu no tiene carne ni huesos. En cualquier caso, tomando en consideración la aparente separación que acontece entre esta vida y la otra, pero, al mismo tiempo, las referencias a las puntualmente permitidas apariciones temporales que, con un motivo muy concreto testimonia la Sagrada Escritura (como es el caso de Moisés y Elías en el episodio de la transfiguración, o el de aquellos muertos que salieron de sus tumbas tras la resurrección de Jesús), lo que se torna indiscutible es que el fantasma como idea y como concepto se nos ha ido forjando en el engranaje de nuestro entendimiento mucho más a través de la literatura gótica, la leyenda urbana y el cine que por medio de los puntuales testimonios que pueda referenciar la Escritura. Con todo, aunque no es posible, desde la fe, ya lo dice San Pablo, que un alma que disfrute de la presencia de Dios comparezca con fines vengativos para tomar partido en la línea temporal de los vivos, es claramente innegable que existen realidades inexplicables, preternaturales, que dejan temblando las piernas de la Ciencia, que nos trascienden y que aterrizan en nuestra cotidianeidad para quedarse y, tranquilamente, sin prisa ninguna, dejarse mostrar inesperadamente en el momento oportuno y bajo la forma de tremenda incógnita. Porque, a fin de cuentas, ¿qué es un fantasma y quién puede responderlo? ¿Una aparición del Purgatorio? ¿Un eco de quien estuvo y dejó impronta más allá del recuerdo? ¿Ira, tristeza, culpa? ¿O acaso lo que queremos ver y no podemos más allá de los formatos que nos inspira dicho concepto? Quizá no quede más opción, como ocurre con tantas otras cosas, que vivir tal realidad desde los parámetros de una sanísima incertidumbre que, muy lejos de la obsesión, únicamente nos lleve a plantear el tema de vez en cuando mientras nos limitamos a disfrutar gratamente de la vida y sus horizontes, congeniando con sus misterios y con todo aquello que la Ciencia no es siquiera capaz de dibujar. Aceptando que, quizá algún día, o no, acontezca frente a nosotros, o detrás nuestra, la presencia de la ausencia.