No hay regla de la más elemental decencia que el presidente de EEUU no haya violado. Y, sin embargo, sigue teniendo en su país, para asombro del mundo, millones de seguidores dispuestos a tragarse cuantas patrañas y estupideces salen de su boca.

Con Donald Trump, lo que siempre habíamos llamado verdad, es decir la simple concordancia de una afirmación con hechos o realidades fácilmente comprobables, empezó de pronto a tambalearse.

Los hechos que no coincidían con su particular y siempre estrambótica visión del mundo eran inmediatamente calificados por él de 'fake news' - noticias falsas-, mientras que sus colaboradores presentaban eufemísticamente sus claras mentiras como «hechos alternativos».

Desde que llegó a la Casa Blanca, Trump se negó a revelar cuánto había pagado a Hacienda, y cuando finalmente el diario The New York Times consiguió en fecha reciente hacerse con sus declaraciones fiscales, se demostró que había pagado menos impuestos que una cajera de supermercado. No importa, tampoco eso pareció hacer mella en él.

Supremacista blanco donde los haya, ese hijo y nieto de europeos - su madre nació en Escocia donde se casó con un hijo de inmigrantes alemanes- Trump cargó nada más alcanzar la presidencia contra los inmigrantes de piel morena, a los que acusó demagógicamente de «quedarse con nuestros trabajos» - los de los norteamericanos de pura cepa, es decir, los blancos como él-, de llevar a su país sólo la droga, el vicio y la violencia.

Se empeñó desde el primer momento en construir un muro en la frontera con México y anunció que obligaría al país vecino a financiarlo, algo que, como era de esperar, no consiguió, pero no importa: le bastó para hacerse fotografiar orgulloso junto a los trozos ya levantados en uno más de tantos engaños de su presidencia.

Eso sí, no dudó ni un momento en separar a las familias de los pobres inmigrantes centroamericanos que habían conseguido cruzar la frontera y en encerrar a menores en jaulas como si de perros se tratara.

Ni vaciló tampoco el presidente en desairar a sus aliados europeos descolgándose del tratado nuclear con Irán, que había firmado el anterior presidente, Barack Obama. Como desafió al mundo al retirar a EEUU del tratado de París contra el cambio climático y al permitir, contra lo decidido por su odiado predecesor, que continuaran las prospecciones de gas y petróleo en el Ártico.

En sus cerca de cuatro años en la Casa Blanca, Trump se dedicó a cortejar a autócratas y dictadores, entre ellos el norcoreano o los monarcas feudales del Golfo, mientras atizaba conflictos con prácticamente todos sus socios comerciales, europeos incluidos, en busca siempre de lograr alguna ventaja que venderles a sus compatriotas como triunfo exclusivo suyo.

En medio de una pandemia cuya gravedad se empeñó siempre en negar, al Donald no se le ocurrió nada mejor que suspender los cada vez más necesarios pagos de su país a la Organización Mundial de la Salud tras acusarla de complicidad con China, origen del nuevo coronavirus.

Y cuando por fin, en alguna de esas reuniones multitudinarias con sus fieles sin mascarilla y sin guardar la distancia de seguridad, le atrapó por fin el Covid-19, del que tanto se había burlado, Trump aprovechó su rápida recuperación gracias al cóctel de fármacos, alguno de ellos de carácter experimental, que le suministró el equipo médico a su servicio, para seguir relativizando la gravedad del mal.

Y ello sin que parecieran importarle lo más mínimo las cerca de 215.000 víctimas mortales sólo en EEUU y, por supuesto, menos aún los más de un millón en todo el mundo.

Sin embargo, el contagio de Trump, no del todo inesperado dado su temerario comportamiento, podría representar un punto de inflexión en su trayectoria: los sondeos han dejado de serle favorables en Estados que se consideran clave para su reelección como los de Florida, Pensilvania, Michigan e incluso en uno que parecía hasta ahora seguro como el de Arizona.

Cada vez más nervioso por la posibilidad de perder no sólo el voto popular, algo que se da prácticamente por seguro - ya lo perdió en la ocasión anterior frente a Hillary Clinton-, sino también el de los electores del Colegio Electoral, que es el que al final cuenta, Trump sigue burlándose del virus y de quienes, como su rival demócrata, Joe Biden, insisten en protegerse en lugares públicos con la mascarilla.

Pero muchos electores de mayor edad, sobre todo mujeres, que le votaron la vez anterior comienzan a tener dudas sobre la gestión que Trump ha hecho de la pandemia porque han visto cómo la propia Casa Blanca ha llegado a convertirse en un foco infeccioso con varios colaboradores del presidente contagiados por hacer caso omiso de los consejos de sus propios asesores científicos.

Trump parece haber perdido el control, y así en la presentación de su candidata al Tribunal Supremo, la ultracatólica Amy Coney Barrett, resultaron infectados varios de los asistentes, entre ellos algunos senadores republicanos de quienes depende la elección de esa juez con la que el prresidente quiere reforzar aún más la mayoría conservadora del órgano al que tocará decidir en caso de un resultado electoral incierto.

Sería en cualquier caso irónico que el autócrata de la Casa Blanca perdiera las elecciones del 3 de noviembre no tanto por méritos atribuibles a su rival demócrata, un político veterano sin apenas carisma y que tan poco entusiasmo despierta entre muchos de sus correligionarios, sobre todo los más jóvenes y progresistas, cuanto por su total irresponsabilidad frente a un virus que, según él, iba a desaparecer un día milagrosamente.