Aparece el gato en casa con un conejo muerto. Ayer trajo una paloma. Se pasa la vida haciéndonos regalos que dan asco. No acierta, el pobre. A ver cuándo aparece con un iPhone. Por la tarde voy a cortarme el pelo y la peluquera me cuenta que ha visto un gato con un conejo en la boca cruzando la calle. Le oculto que es mi gato. La peluquera tiene un hijo pequeño que deja al cuidado de los abuelos. De otro modo, no podría trabajar, me dice. Lleva una mascarilla de doble filtro, para protegerse doblemente del virus. De vez en cuando, se detiene y me mira a los ojos para decirme algo que considera de especial importancia. Por ejemplo:

- ¿Usted ha deseado que un hijo suyo se muriera?

-Yo no -le digo.

-Pues yo sí -añade elevando las tijeras con la punta hacia arriba.

Se arrepiente de ese deseo, pero el psicólogo le ha dicho que no debe avergonzarse de él.

-Los deseos son deseos y nada más que deseos -concluye-. También he deseado que me toque la lotería y ya ve usted.

Dicho esto, reinicia el trabajo con toda naturalidad. Me pregunto cómo hemos llegado del gato con el conejo muerto al deseo de la muerte del hijo.

Tras unos instantes de silencio, me pregunta si yo tengo deseos inconfesables. Le digo que sí y me mira a través del espejo, como a la espera de que los enumere, pero me da vergüenza, claro.

-Me da vergüenza -digo.

-La vergüenza no va a ninguna parte -dice ella.

-El gato que has visto esta mañana cruzando la calle con un conejo muerto es mío -confieso.

-Pero eso no es un deseo -dice.

-El deseo es que al gato lo atropelle un coche. No me gusta que se pase el día por ahí y vuelva con palomas y conejos muertos.

- ¿También mata palomas?

-También.

Sugiere aclararme un poco el pelo y le digo que no. Al llegar a casa, el gato está tumbado en el sofá.

-He hablado de ti con la peluquera -le digo.