A un par de meses de las navidades, que son la fiesta por definición, ni el país ni el mundo están para fiestas. Y menos que lo van a estar. Si el virus de la corona insiste en seguir haciéndose viral, como su propio nombre indica, mucho es de temer que para entonces no puedan reunirse las familias, de carácter generalmente numeroso en España. Aquí al lado, en Portugal, ya han prohibido las reuniones de más de cinco personas: y esa parece que va a ser la tendencia en toda Europa. Sobrarán, por tanto, platos para la mesa navideña; pero aun así conviene ver la situación desde un punto de vista positivo. Los comensales podrán ahorrarse los chistes de cuñados y a los cuñados propiamente dichos, que son toda una institución en este país. Y se evitarán, además, los habituales conflictos familiares propios de esas entrañables fechas. Por no hablar ya del trabajo extra que generalmente carga la festividad sobre las espaldas de las señoras de la casa. Noche de paz llaman temerariamente los villancicos a la víspera de la Navidad en la que suelen multiplicarse las riñas domésticas, como bien saben en los teléfonos de urgencias. Favorecidas por el alcohol y la reunión de gente que apenas se ve el resto del año, crecen en Nochebuena las discusiones sobre política, tema que este año ha desplazado al fútbol en el ranking de preferencias de los españoles. Fácil es calcular que un grupo de gentes levemente achispadas por el champán y tensadas por la amenaza del paro se enzarcen en reyertas verbales o de las otras. Basta con hacer compartir mesa a un fan de Podemos con otro de Vox (valga la redundancia) para que la paz se vaya al garete y la pacífica noche acabe como el rosario de la aurora.

Pero no todo van a ser malas noticias. Gracias al virus, que algo había de tener de bueno, esa fiesta que tanto trabajo da a las policías locales verá notablemente reducido su usual grado de incidencias en este año de la pandemia. Es difícil saber si dentro de dos meses estaremos ya confinados -cosa poco probable- o, simplemente, tengamos que limitarnos a cenar por orden gubernativa con los empadronados en la casa. En cualquiera de los dos casos, la próxima Nochebuena no se parecerá a ninguna de las que un español haya conocido hasta ahora; y puede que hasta le cojamos el gusto.

Restringida la familia al tamaño habitual que conforman los papás y sus hijos, se minimizará la posibilidad de conflictos, por mucho cava que se le eche a la cena para engrasar las penas. Los temas de conversación no se reducirán al sota, caballo y rey de Sánchez, Iglesias, Casado y Abascal ni a las comparaciones entre la situación epidémica de Madrid y la de Cataluña. Hasta es posible que se eviten los debates familiares sobre la pertinencia de poner en la tele el mensaje navideño del Rey o una peli del tipo '¡Qué bello es vivir!'. Algo de provecho debería traernos, en fin, un bicho causante de tantas desdichas como el puñetero SARS-CoV-2 que nos tiene en un sinvivir (a veces, literalmente). Al menos en lo tocante a las entrañables navidades, el virus ha venido a darle la razón al filósofo y eventual humorista Groucho Marx: «La familia es una gran institución€ siempre que te guste vivir dentro de una institución, naturalmente».