Dicen los manuales que el término -literalmente Kulturkampf en alemán- fue utilizado por primera vez por el artífice de la unificación alemana, Otto von Bismarck, en su campaña contra la influencia de la Iglesia Católica. Volvió a tomar fuerza en la vida política -ya en el sentido que lo conocemos, pero no lo practicamos, hoy- en 1991 cuando el sociólogo americano James Davison Hunter publicó 'Guerras culturales: la lucha por definir América'. Con otro nombre parecido, revolución cultural, ya había sido empleado como carga explosiva en los sesenta. A revolución cultural se refieren continuamente 'los 7 de Chicago', como se puede comprobar en la recién estrenada y muy interesante película de Aaron Sorkin. El film cuenta el juicio de esos activistas, ideólogos de una revolución -que no guerra- que mezclaba en un totum revolutum a pacifistas, panteras negras, feministas, antirracistas, ecologistas, hippies, partidarios del amor libre, y que se concretó en la necesidad de liberalizar la sociedad encorsetada de los 50; es decir, quitarse el sostén. El mismo nombre recibió la llamada revolución cultural china (1966-1976), eufemismo elevado a la máxima potencia para referirse al exterminio de millones de personas. La derecha también recurrió a la guerra cultural para combatir a la izquierda -maestra de la propaganda- con sus mismas armas. Encabezada por Margaret Thatcher y Ronald Reagan, se emprendió una revolución conservadora que, con la ayuda del desplome del comunismo y una siempre plácida bonanza económica, vivió décadas de esplendor. Y así llegamos a la presente guerra cultural que, alentada por la creciente influencia de los extremismos de izquierda y derecha, ha caído a los niveles más ínfimos que un término tan engolado puede alcanzar. Se derriban estatuas, se intenta construir una determinada visión de la historia, se imponen ciertos valores éticos muy discutibles, se impone una educación de tintes dogmáticos, se atiza la polarización y, en suma, se persigue someter al contrario a una forma de pensar unívoca, legitimando su superioridad en la fórmula matemática del 50 por ciento más uno. Eso ni es democracia ni es cultura. «La política, en general, es una permanente guerra cultural», ha llegado a proclamar Íñigo Errejón. El Gobierno se prepara para legislar «asuntos como la guerra cultural», anunció el gurú de Sánchez Iván Redondo. También desde la derecha, Cayetana Álvarez de Toledo y dirigentes de Vox instan a librar «la batalla cultural». Esa batalla no está en la calle. Es una guerra impostada que, si existe, será en el estamento político, empeñado en imponer sus escaramuzas, en aras de mantenerse o alcanzar el poder. Ese estamento está empeñado en recurrir al lenguaje bélico y se encuentra cada vez más alejado de los problemas reales. Los ciudadanos, sólo hay que salir a la calle para comprobarlo, están más preocupados por una pandemia descontrolada y una crisis económica cuyas consecuencias devastadoras ni siquiera atisban. Si alguna batalla hay que dar ahora es la sanitaria, a vida o muerte, contra el virus. En el ensayo 'Para combatir esta era', del holandés Rob Riemen, puede leerse que «todo lo que se presenta como cultura, pero sin ser una expresión de cualidades espirituales eternas, no es cultura sino moda». Y moda más que cultura parece esta contienda artificial, más propia de dos niños peleando por su equipo de fútbol que de los depositarios de nuestras voluntades.