voco de nuevo a Italia, siempre amada. Ya lo hice hace unos ocho meses, cuando la llegada a la Lombardía y al Milanesado del morbo de los primeros ataques de la Covid-19. Desembarcaba por aquellas fechas el enemigo invisible. Venía desde el lejano Oriente. E Italia, alegre y confiada, solo podía oponer sus magias, su amor a la vida y sus antiguas esencias.

Recuerdo la primera vez que vi la Villa Oleandra, la que fue hasta hace cinco años la vivienda italiana del actor George Clooney. En el pueblecito de Laglio. Ésta me pareció perfecta para el lago de Como, tanto por su arquitectura como por sus tonalidades de color pastel y sobre todo por su emplazamiento. Daba la impresión de llevar siglos varada en aquel saliente ajardinado, bañado por las aguas del lago al que Julio César llamaba el Lacus Larius. Pero la casa de los Clooney atrajo desde un primer momento a demasiados curiosos y turistas. Al final ese fue un problema insoluble. A pesar de que el alcalde de Laglio, Roberto Pozzi, amenazó con multar a los visitantes que se pasaran con su curiosidad. Lo que terminó aconsejando al actor norteamericano la venta de su propiedad.

La Oleandra no está muy lejos del Hotel Villa d'Este, en el vecino Cernobbio. Recuerdo que la primera vez que lo visité no me sorprendió encontrar allí una clientela perfectamente intercambiable con la que frecuentaba Marbella en los años de oro. Era obvio que eran gente civilizada y sobre todo muy amable. Dignos de aquel lugar que a mediados del siglo XVI hiciera posible un preclaro príncipe de la Iglesia, el cardenal Tolomeo Gallio. Decidió construir su residencia en el rincón del lago donde él había nacido. Junto a la desembocadura de las briosas aguas del río Garrovo. No muy lejos de la ciudad de Como, sede de la poderosa familia de los Gallio. Por supuesto, pocos secretos tenían aquellos parajes para ellos, siendo en la región los amos de la industria de la seda. Objeto universal del deseo de tirios y troyanos y también llegada de la lejana China.

Unos veinte años antes y más al sur, a 31 kilómetros de Roma, otro noble purpurado, el cardenal Ippolito d'Este, había mandado construir en Tivoli una impresionante residencia y unos jardines mágicos: la Villa d'Este. Su ejemplo inspiró al otro cardenal, el comasco Tolomeo Gallio. Terminada en 1568, la fama de la Villa Garrovo se extendió pronto por la Europa renacentista. La villa se fue convirtiendo en depositaria de singulares tesoros del arte clásico. Vocación de la que fue fiel continuador el sobrino y heredero del prelado, el duque de Avito. En 1782 dejó de pertenecer a la familia Gallio. Su nuevo dueño, el conde Ruggero Marliani, importante dignatario al servicio de la casa de Habsburgo, deseaba una residencia a la altura de su rango. Y sobre todo que poseyera la majestuosidad necesaria para poder impresionar a su joven esposa: Donna Vittoria Peluso, antigua bailarina de La Scala, también conocida como La Pelusina.

Un día de 1814 apareció en Como con su leal séquito la princesa Carolina de Brunswick-Wolfenbuttel, esposa del príncipe regente británico. Su alteza real se enamoró de la Villa Garrovo. Después de unas complejas negociaciones, la condesa viuda, Donna Vittoria, accedió a venderle su casa. Estaba convencida la princesa de que allí transcurrirían los mejores años de su vida. Parece que así fue. Y como no le gustaba el nombre, la rebautizó como la Nueva Villa d'Este. En 1873 un grupo de empresarios locales decidió adquirirla para convertirla en un hotel que atraería a lo más granado de la sociedad europea. Camino del siglo y medio, el Hotel Villa d'Este sigue reinando en el lago de Como. Con la serenidad que da el sentirse una institución que no sólo es respetada, sino también amada. Como decía mi amigo René Lecler: «El Villa d'Este es más que un hotel. Es una forma de saber modular la vida».

Cuando leí las primeras noticias sobre aquella extraña epidemia que había llegado desde China al norte de Italia, la tierra de algunos de mis antepasados maternos, sentí un oscuro presentimiento. Lo reflejé en varios escritos... Confieso, que contrariamente a no pocos compatriotas, como aquellos que llegaron a considerar la pandemia una inofensiva gripe, siempre temí que nuestra España no se libraría. Aunque admito que nunca pensé que el daño a nuestro país, a su economía y a su cohesión política y social, sería tan devastador.