La figura intimidatoria del toque de queda nos recuerda, de repente, que el coronavirus le ha dado la vuelta a nuestras vidas como si fueran calcetines.

Esta restricción ha empezado a planear por Granada como la luna cuando se asoma para embriagar la mirada de quien la persigue desde el Paseo de los Tristes. En esa ciudad universitaria -y en todas las demás- la juventud ya no refulge como un tesoro bajo las últimas luces que retan al cielo oscuro.

En estos tiempos en los que la pandemia se revuelve como un bumerán demasiado obediente, existen políticos que antes de entonar un 'mea culpa' mínimo o de dar ejemplo con la mascarilla han preferido aferrarse al recital de un verso que no quita la razón, pero tampoco la da. El monólogo de 'la juventud, divino peligro' solo es a estas alturas una verdad a medias. Sobre todo, si se emplea como 'masilla' interesada con la que tapar el agujero ante el que se llega a la conclusión de que algo del dicho 'de aquellos polvos, estos lodos' hay en todo esto.

Más allá del efecto que se busque con una medida u otra, la única certeza que ya se sostiene es que toda la responsabilidad y la prudencia que se use, en cualquier momento del día, es poca. Pero tampoco hay que coquetear con la parálisis, por muy difícil que resulte encontrar un equilibrio que sostenga la inevitable convivencia con el virus.

De camino al cada vez menos improbable confinamiento absoluto, habrá reglas intermedias. Y ojalá den resultado. Posiblemente, el toque de queda nos ponga a todos a cantar aquello de 'y nos dieron las diez, las once, las doce, las una y las dos...' entre las cuatro paredes de nuestras casas. Al menos, nos queda el consuelo de que no sufriremos tanto a aquellos a los que la paternidad nos expulsó de la negra noche y de ese peligro hermoso al que le canta la poesía de Claudio Rodríguez o de Ángel González. Sea lo que fuere, seguiremos poseídos por esa extraña sensación de que en nuestra existencia cotidiana nos pasa hoy en día, casi con todo, como en esa misma canción de Sabina en la que cuando el protagonista vuelve a un bar se lo encuentra convertido en una sucursal del Banco Hispano Americano.

¡Ay, qué tiempos aquellos en los que un amigo me llamó de madrugada al fijo de casa y me sacó dormido de la cama porque pensaba que las noches en las que estaba allí las consumía escuchando al flaco de Úbeda! Por seguir con el trance sabinero, entonces y ahora «parecía como si me quisiera gastar el destino una broma macabra».