Los coches se encuentran detenidos en paralelo ante un semáforo en rojo, aguardando el cambio de luces para reemprender la marcha. Uno de los conductores advierte que la puerta del conductor vecino está mal cerrada y así se lo intenta comunicar, llamando su atención mediante gestos, al encontrarse ambas ventanillas cerradas. El interpelado, del que no sabemos si ha tenido un mal día, evalúa la situación en décimas de segundo y concluye que está siendo desafiado de algún modo, en una flagrante malinterpretación del mensaje no verbal. Lo que sigue es un bochornoso torrente de insultos, irreproducible aquí, dirigido al bienintencionado desconocido que, a estas alturas, se pregunta que quién le mandaba meterse en la vida ajena; a la vez que se promete que es la última vez que ejerce el papel de buen samaritano.

La luz verde pone fin al acto único de esta tragicomedia y separa para siempre a ambos protagonistas, que siguen trayectorias divergentes. El primero, más estupefacto que otra cosa ante lo que acaba de suceder, mete primera y se aleja del lugar mientras cierra por un instante los ojos y evoca una bandada de pájaros sobrevolando los verdes prados. ¿Qué nos pasa? ¿Nos hemos vuelto todos locos? Se pregunta, a la vez que repasa mentalmente uno de los libros que ocupan la mesilla de noche, El arte de mantener la calma, un extracto del ensayo Sobre la ira de Séneca que ha publicado recientemente Koan: «¿Para qué complicarnos la vida con cóleras y gritos de amotinados? La muerte se cierne sobre nuestras cabezas y cuenta los días que nos quedan».

Ahora que nos suben el IVA de los libros, fomentemos la industria editorial: regalemos un ejemplar a cada conductor, a cada familiar, a cada conocido. Al menos, a cada parlamentario.