Presenta la Fundación Unicaja en su sede expositiva del antiguo Palacio Episcopal una hermosa y melancólica muestra, gratísima de visitar en estos días en que se sale poco, las tardes son otoñales, la luz dora su hermosa fachada barroca y las anchas salas están tranquilas, muy poco frecuentadas y el paseante puede detenerse y leer cartas y documentos, ver fotografías y objetos personales, examinar con detenimiento en suma, una parte muy significativa y relevante del enorme fondo documental de Manuel y Antonio Machado, que la institución atesora, en un ambiente muy propicio, insisto, provocado por el miedo a la pandemia y, justo es decirlo, el escaso interés lector del mundo español actual. En medio del silencio que solo rompe un precioso documental aportado por RTVE, o la música de la sala dedicada al teatro machadiano, pasear entre las vitrinas que el excelente montaje de Juan Pablo Rodríguez Frade -que ha entendido tan profundamente el mundo y la obra de ambos hermanos, que parece que no fuera una exposición temporal, sino que la madera huele a antigüedad y permanencia, a estabilidad y solidez, como si llevara años allí- evoca le presencia en sus expositores de una parte muy relevante de la mejor España. El camino iniciado hace años por la Fundación Unicaja con la publicación del Cuaderno de Natalia Jimenez de Cossío, la exposición de su obra pictórica en las salas de la Económica, la bellísima, casi artesanal y exhaustiva edición conjunta con la Residencia de Estudiantes del Epistolario de su director Alberto Jiménez Fraud, la compra en tres fases diferenciadas del legado documental de la familia Machado y la publicación del mismo en edición facsímil en diez tomos y las posteriores exposiciones de dicho fondo en Sevilla, el Instituto Cervantes en Madrid y ahora aquí en el Centro Cultural Fundacion Unicaja en Málaga, constituye un iter áureo, una vía dolorosa pero brillantísima, que conduce a la España soñada, la de «yunques sonad, enmudeced campanas». La nación alejada de la charanga y la pandereta, la de la libertad intelectual y el estudio, la de la razón y el pensamiento, la de las Misiones Pedagógicas, la Institución Libre de Enseñanza, la de la Residencia de Estudiantes, la de las ventanas abiertas y el viento purificador. Una España en resumen que poco o nada tiene que ver con el aire viciado que infecta en estos prolongados meses nuestras calles, nuestras instituciones y nuestras vidas, que, por no ser, ya no son devotas ni de Frascuelo, ni de María.

Escribo mientras una lluvia persistente y monótona cae tras los cristales de mi ventana. Igual que las ventanas de las aulas vacías de estudiantes y en silencio por esta peste que aún no ha engendrado ninguna obra maestra de la literatura, como las de antaño, sino mensajes de móvil son la mejor constancia de la vacuidad de estos tiempos, en los que el amor de Antonio por Leonor habría sido política y socialmente incorrecto y la ceniza de su cigarrillo no habría podido caer sobre su traje de ajado brillo en el casino provinciano, porque estaría prohibido el literario olor del humo del tabaco. Cuando el honesto Serrat -como Paco Ibáñez, o Amancio Prada- creó aquella pequeña belleza, aquella gavilla de canciones en el mejor estilo juglar, creando y poniendo música a la vez a algunos poemas de D. Antonio, arrasó literalmente entre los jóvenes de aquellas generaciones, que hicimos la Transición de forma generosa y noble, para ser despreciada y vilipendiada hoy por quienes nada saben y nada han hecho porque ya se encontraron con que la casa estaba encendida. Pero también hay que decir que la mayoría de los estudiantes de aquella época sabíamos quiénes eran los Machado, conocíamos sus versos y hasta los cantábamos, aunque solo fuera como una forma de manifestar nuestra oposición al sistema establecido. Porque entonces no aprendíamos jugando y estudiar era algo muy serio.

Sigo el consejo machadiano de hacer camino al andar e intento enlazar el mundo de los Machado con los cientos de cartas de los componentes de aquella España en el exilio y también de los que se quedaron aquí y escribieron, o pintaron, o actuaron y en silencio, o en voz alta, entre unos y otros mantuvieron viva la luz de la inteligencia y que se recogen en el Epistolario de Jiménez Fraud. Entre ellas encuentro la correspondencia admirable de nuestro Brenan con Jiménez Fraud, en las que el vecino de Churriana habla de Machado como uno de los poetas españoles que dan expresión a lo inefable y lo imposible, junto con San Juan de la Cruz y Bécquer. ¡Qué increíblemente bien nos entendió este inglés que, como Machado, o Julio Caro Baroja amaban intensamente a España, pero aborrecían ciertos rasgos de españismo! Y también entre ellas encuentro una de J. B. Trend, íntimo amigo de Jiménez Fraud, dirigida a Don Antonio con una oferta de lector de español en Cambridge, que llegó a Collioure días después de que hubiera muerto de pena en el exilio a principios de 1939. No solo los amigos, sino hasta los hermanos se separaron para siempre como consecuencia de aquel espantoso conflicto, porque el ahora reivindicado rubeniano y hasta hace poco vilmente despreciado por derechista Manuel Machado, el compañero literario de su hermano Antonio y autor de esos versos definitorios y transparentes de «Cádiz, salada claridad, romana y mora, Córdoba callada y Granada, agua oculta que llora» permaneció en España, mientras José y Joaquín vivían en la miseria del exilio en Chile. Eran otros tiempos y otras guerras de nuestros padres, que ahora parece que algunos nietos quieren reverdecer.

Y vuelvo atrás en mi memoria. La cara norte del Guadarrama, cuyo color pardo rompe el verdor de los pinares de Valsain, mira hacia el páramo, la inmensa llanura castellana, rota, como las lanzas de los tercios rompen la planicie de Breda en el cuadro de Velázquez, por los chopos y álamos de las riberas de los arroyos y la torre de la catedral de Segovia, en donde Antonio fue relativamente feliz, en su soñado amor por Guiomar, después del dolor de Soria por la muerte de Leonor, cuando creó la Universidad Popular de San Quirce en una iglesia románica abandonada y donde, republicano convencido, izó la bandera tricolor en un día de esperanza, que acabó como acabó. Casi vienen a la memoria los versos de Jorge Manrique, el poeta castellano más admirable, definidos por Machado como «palabra en el tiempo», «Ved de cuan poco valor/son las cosas tras que andamos€». Siempre viene a mi memoria ese paisaje amado, que por vez primera me enseñó mi padre a muy temprana edad, Castilla pura, «ya se van los pastores a la Extremadura y se queda la sierra triste y oscura», en la que el palacio de La Granja aparece como un bibelot francés de porcelana, construido por la nueva dinastía, que nunca entendió la reciedumbre del granito escurialense, que diría Manuel Bartolomé de Cossío. Qué dura y admirable es la España eterna y qué honrados y decentes sus hijos que salen buenos. Que no son tan pocos como en estos tiempos parecen. Que nunca más una de las dos Españas hiele el corazón de nadie, sería una plegaria decente para cada día.

Al final de la exposición se ha recreado un aula, similar a las que acudía el bueno y represaliado por la muerte D. Antonio a enseñar francés solo para sobrevivir en Soria, Baeza y Segovia, ante la que he dejado transcurrir los minutos despaciosamente, silenciosamente, observando los pupitres de madera, la mesa del profesor para marcar la diferencia del que enseña y el que aprende, los mapas, el perchero, el paraguas, en un ejercicio de rememoración de aquellas otras aulas en el colegio del Palo tan parecidas a esta, en las que un santo laico, Don Manuel Laza Palacios, represaliado por la vida y sabio, nos enseñaba a recitar Campos de Castilla, nos hablaba de qué era un heterónimo, nos hacía leer en voz alta a Juan de Mairena y Abel Martin, nos diferenciaba un clásico de un romántico, nos animaba a no creer que es hoy aquel mañana de ayer, nos exhortaba a no considerar a España zaragatera y triste y nos abría los ojos a una historia que desconocíamos, porque de ella no se hablaba. Como una prueba de que los hombres buenos y justos pueden ser grandes escritores, a pesar de su torpe aliño indumentario. La bondad, la inteligencia, la sabiduría, la austeridad, la honradez, la decencia, la honestidad y el conocimiento no son valores muy cotizados aquí. Ni entonces, ni mucho menos ahora. Conducen directamente a la pobreza. Pero aun así son los únicos por los que vale la pena vivir la vida. Aquí y ahora. Y eso no va a cambiar nunca.