Llevo dentro de mí un hombrecillo del tiempo que acaba de anunciarme la llegada de una borrasca, en forma de neuralgia, que penetrará por mi sien izquierda y se extenderá al paso de las horas por la zona occidental de mi cabeza. Es lo que vengo llamando, desde joven, la «neuralgia de ojo» porque el ojo se convierte, diríamos, en el centro del huracán. Me duele el ojo y me duele por tanto cuanto miro con él. Me duelen los títulos de los libros, la taza de té, la pantalla del ordenador, los lápices apilados en un vaso de cerámica. Me duele la cerámica y la agenda y el calendario y la mandarina en gajos que he colocado a primera hora sobre la mesa para ir dando cuenta de ella poco a poco. Me duele cada sustantivo que escribo, y cada adjetivo, y cada adverbio. Pero yo aguanto la llegada de la borrasca neurálgica a pie firme, sabiendo que ha de alcanzar asimismo al oído izquierdo para que me duelan también los ruidos, por pequeños que sean. Me duele el ruido de las teclas del ordenador y el clic del bolígrafo cuando lo abro para tomar un apunte, y el de la lluvia otoñal al repiquetear sobre el cristal de la ventana de la buhardilla.

Si mi rostro fuera el mapa de España, las neuralgias entrarían siempre por Galicia. Significa que el dolor empieza allí, en Galicia, y a veces se extiende por el resto de la península y a veces no. Depende los vientos que las conducen caprichosamente hacia Extremadura o Castilla. Extremadura, en mi caso, es el lado izquierdo de la faringe. Padezco de neuralgias faríngeas que se manifiestan como un reflejo de las del ojo de ese lado. Y bien, yo continúo trabajando a pesar de todo. Resisto como una torre asediada por una tormenta eléctrica, como un mástil incendiado por los rayos, resisto como veía resistir a mi madre, de la que heredé estos temporales físicos, en la cocina de su casa, llevándose de vez en cuando la palma de la mano al ojo, como para que no se le saliera de la órbita.

Finalmente, acudo, rendido, al botiquín e ingiero un par de analgésicos cuyos efectos secundarios, según el prospecto, me podrían matar. De hecho, matan a un porcentaje equis de sus usuarios. Moriría con gusto, créanme. Tras la ingestión, vuelvo a la mesa de trabajo, echo hacia atrás el respaldo de la silla y asisto, con los ojos cerrados, a la salida del sol dentro de mi cabeza.