En su sentido más amplio, pareciere que lo de caballo grande, ande o no ande, nunca fue moda, sino parte sustancial de las vías de satisfacción de las sucesivas necesidades del sapiens. Respecto de sus esperanzas y deseos, para el sapiens lo más grande siempre moló más que lo más pequeño. Para la sapiens, también, cuentan ellas.

En el Universo todo tiene tamaño. Referido al tiempo, por ejemplo, mucho es mayor que alguno y ninguno es menor que poco. En este sentido, recuerdo que una vez, refiriéndome a su grandeza por consanguinidad, le formulé una pregunta a un grande de Francia con el que mantengo una relativa cercanía, al que, por discreción, llamaré Carlos:

-Dime, Carlos, sobre todos, ¿cuál es el rasgo más universal que define tu grandeza? -le pregunté.

-Que nunca es bastante, Juan Antonio -respondió en menos de un yoctosegundo.

Quizá sea exageración lo de la cuatrillonésima parte de un segundo al referirme a su tiempo de respuesta, pero puedo asegurar que entre mi pregunta y su respuesta no cupo ningún tiempo perceptible por el ser humano y, según él, porque a posteriori de aquello indagué, nunca antes había meditado tal respuesta, ni nadie le había formulado tamaña pregunta. O sea, o congénito o adquirido inconscientemente, pero caballo grande, ande o no ande.

El mundo de los juntapalabras es igualmente dado a la tendencia de estirarlas mediante matrimonios civiles, con intención de ayudarlas a lucir como realidades expresivas de mayor tamaño y una sola voz que amplían el manantial verboso de la comunicación en tiempo real, ese invento estresante que tanto disfrutamos como sufrimos. Es como si los preceptos religiosos de las palabras permitieran su unión, incluso sin atención a su género, pero prohibieran su divorcio. En este sentido, amable leyente, el que le escribe puede dar fe de que, de más en más, las palabras se unen en parejas y hasta en tríos, sin prejuicios ni perjuicios, pero no tiene constancia ninguna de palabras divorciadas. En resumen, si hubiera de hacer visible lo antedicho sobre las palabras matrimoniadas, quizá hasta me atrevería con un microrrelato que resultaría más o menos así:

Trasantier, enhoramala, me tropecé con un excompañero de estudios. Un pelagatos sabelotodo, barbirrucio, cejijunto y telarañoso él, tan malpensado a machamartillo como meapilas de chichinabo; tan tocapelotas a rajatabla como aguafiestas a trochemoche; tan barriobajero metepatas como vendehúmos de hojalata. El individuo es un personaje cariacontecido, tiquismiquis y cascarrabias, tan correveidile como cantamañanas, que empezó ganándose el sustento como picapedrero y progresó a base de vaivenes, traspiés y tejemanejes manirrotos, rayanos en la ilegalidad. Últimamente, como un mercachifle, se dedica a predicar la autoayuda buhonera vendiendo un abrefácil que actúa como quitapenas del desequilibrio interno del ser humano, dice. Incluso a pesar de lo insufrible de su carácter y su talante, es digno de compasión, porque en lo atinente a sus relaciones sentimentales y de amistad, el pobre hombre solo ha podido aspirar a pseudorelaciones de quitaipón.

En las actividades económicas, el caballo grande, ande o no ande, también importa, ¡y cuánto! Incluso en actividades tan peculiares como la actividad turística, en este caso escenificando y magnificando su sempiterno pecado capital: la gula turística.

La actividad turística es una de las pocas realidades en las que primero fue la gallina y después el huevo. O sea, primero, sin que nadie los llamara, aparecieron los turistas en forma de forasteros, y después, entre todos, inventamos el turismo. Desde entonces, a pesar de la cientificidad adquirida, los genes heredados de aquellos heroicos precursores turísticos nos han condicionado negativamente hasta nuestros días. Intentaré escribirlo en castizo: «En contri má, má mehón», era el mantra. Se referían al número de almas turísticas y, con él, al número de camas de oferta. Y así seguimos.

Otro gallo cantaría hoy si desde el principio no hubiéramos mantenido el carro del monocultivo turístico delante de los bueyes de la actividad económica. Aquello, que fue la eficacia facilona para crecer, complicará sobremanera la adaptación eficiente al perfil turístico de la nueva era. La necesaria transformación eficiente -que no reconversión eficaz- me asusta grandemente.

Desde la perspectiva del presunto escenario de la nueva era, se me antoja que en lugar del refrán «caballo grande, ande o no ande» adoptado siempre, más nos habría valido asumir el de «más quiero asno que me lleve, que caballo que me derroque».

¿O no?